En el 113 aniversario de su fallecimiento

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31 de octubre de 2021
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12:03 am
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En el 113 aniversario de su fallecimiento

Algo más sobre la numismática

Por: Mario Hernán Ramírez
Presidente vitalicio “Consejo Hondureño de la Cultura Juan Ramón Molina”.

Juan Ramón Molina falleció a la temprana edad de 33 años en un barrio pobre llamado Aculhuaca de la ciudad de San Salvador, El Salvador hoy conocido como “Ciudad Delgado”; el sensible deceso del más grande de los poetas hondureños ocurrió el 1 de noviembre de 1908 aproximadamente a las 7 de la noche, por lo cual los encargados de dar cuenta de su fallecimiento lo hicieron al siguiente día, por lo que algunos historiadores creen que su desaparecimiento físico ocurrió el dos de noviembre. Molina había nacido en Comayagüela el 17 de abril de 1875 y realizó sus estudios secundarios en la ciudad de Quetzaltenango (Xelajú), ciudad muy importante de Guatemala conocida entonces como La Atenas de Centroamérica; ahí descubrió él su talento e hizo los primeros ensayos de lo que posteriormente sería su obra genial recogida por su entrañable amigo Froylán Turcios, para describir lo que en 1911 se conoció como “Tierras, mares y cielos”, obra que felizmente a estas alturas y merced a la influencia de Miguel Ángel Asturias Premio Nobel de Literatura 1967, de Guatemala, que recogió también el legado moliniano y editó doscientos mil ejemplares con el título “Sus mejores páginas”, oportunidad que aprovechó Asturias para consagrar a Molina considerándolo como “el alma gemela de Rubén Darío”, ubicándolos exactamente en la misma dimensión.

Pero Molina no solo aparece en la historia cultural de Honduras como el más alto exponente de la literatura nacional, sino que figura como un periodista de mil batallas como cuentista y otras áreas de la literatura que dominó a la perfección.

Para aquilatar la inteligencia de este hondureño genial, conozcamos algo de lo que fuera de la poesía y el periodismo escribió para la eternidad.

“La tristeza del libro. Ni los griegos, tan dialécticos y garrulos, maravillosamente equilibrados, cuyos representantes, más que Platón y Sócrates, tipos esencialmente antihelénicos, serían Aristóteles y Aristófanes; ni los romanos cuya alma, taciturna y cruel, era de una sola pieza; ni los hombres de la Edad Media conocieron la tristeza del libro, la melancolía de las enormes lecturas.

Encerrados los conocimientos humanos en las bibliotecas de Atenas, Roma, Pérgamo y Alejandría, y en los herméticos conventos de la época feudal, a pocos hombres les era dado abrevarse en las sagradas fuentes de las ciencias y las letras. Las coplas de las obras originales eran escasísimas, de tal modo que la difusión de su contenido nunca llegaba a las masas populares, tan ignorantes en los tiempos de Pericles y los Tolomeos como en los de Roosevelt y Eduardo VII, quedándose, en calidad de misterioso depósito, en el círculo de los sabios, de los sacerdotes y de algunos hombres muy eminentes por su posición social y oficial.

Pero -con la invención de la imprenta- el libro se multiplicó con la facilidad de los panes y los peces del milagro. Millares de millones de volúmenes han sido, desde entonces, arrojados a la circulación de tal modo que el libro se ha puesto al alcance de todo el mundo. La influencia depresiva que ha alcanzado sobre el alma moderna, tan heterogénea y dolorosa, es de todo punto innegable. En la tristeza ambiente de los últimos tiempos tiene tanta participación como el alcohol y el tabaco, porque en la forma que hoy se gusta, es uno de tantos variativos como hay, un verdadero excitante cerebral, origen de profundas neurastenias. En tiempos mejores fue una especie de sedante, una bebida espiritual aromática, que ponía en caja el sistema nervioso. Hoy -con raras excepciones- no lo es. Porque la ciencia y la literatura adolecen -de algunos años acá- de una cierta neurosis, que se deriva de los desequilibrios e idiosincrasias de todos los sembradores y productores de ideas. De este modo el libro, que era una cosa inocente, ha llegado a convertirse en un motivo de tristeza y de dolor, para hacer más angustiosa la vida del hombre moderno, que ya es un tipo zoológico que presenta todos los síntomas de la degeneración física y psíquica, agotado por algunos miles de años de civilización.

De esas bibliotecas y librerías, donde se amontona la producción mental de los hombres de todas las razas y los tiempos, se desprende una sutil tristeza, una especial melancolía, algo que no es más que el inmenso dolor del espíritu humano, condensado en miles y miles de volúmenes. Por eso los que han hecho provisión de una vasta lectura, tienen en la faz cierto matiz de tristeza, una disposición orgánica a estar siempre melancólicos o hipocondríacos, agobiados por el atlas de ideas que penosamente llevan encima.

Para todos aquellos en quienes la lectura ha tomado el carácter de un vicio, cada volumen llega a ser, a la postre, no una fuente de placer, sino más bien de sufrimiento. Tal les sucede a los alcohólicos y a los morfinómanos, para quienes una copa o una inyección más, es motivo de un recrudecimiento del malestar orgánico que les postra y atormenta, después de los gratos y fugitivos placeres del tóxico.

El libro, pues, es una cosa triste, un productor de melancolía, ya nos dé en sus páginas el alma antigua, ya nos revele las complicaciones del alma moderna. Es la mejor muestra -sin pesimismos cursis- de que todo lo material y artificial que nos rodea tiende a demostrarnos que el hombre, en su peregrinación por la tierra, camina un verdadero vía crucis, aguijoneado por sus inagotables deseos, sediento siempre de un ideal impreciso. Gran parte de la angustiosa psicosis contemporánea nos viene de esas bibliotecas donde están acumulados los ideales, dudas y dolores de los siglos. ¡Pero tales bibliotecas son nada menos que la forma concreta y tangible de la civilización!”.

En Nicaragua la excelentísima señora embajadora de nuestro país ante aquél pueblo y gobierno, honrará la memoria de Molina este 2 de noviembre viajando hasta la ciudad de León, donde colocará una corona de laurel en el lugar donde el Consejo Hondureño de la Cultura, colocó un artístico monumento al panida hibuerense, ocasión que aprovechará para visitar la tumba de Darío, ubicada en la catedral de esa histórica ciudad; mientras que acá en Honduras el propio consejo tiene preparados una serie de actos alusivos a la fecha. En El Salvador y Guatemala posiblemente nuestros representantes diplomáticos hagan algo similar a lo de la embajadora Cerrato Sabillón.

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