GOTAS DEL SABER (63)

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4 de diciembre de 2021
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12:04 am
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GOTAS DEL SABER (63)

Vicente Mejía Colindres a Carías Andino: “DESEO QUE EN ESTE CARGO SEAS MENOS INFORTUNADO QUE YO”

I
El 12 de noviembre de 1851, la población (menos de ocho mil habitantes) de Tegucigalpa que, para entonces no tenía agua potable, luz eléctrica y menos sistemas sanitarios, experimentó un estremecimiento, porque se produjeron hundimientos en el barrio El Jazmín. Por momentos, cundió el pánico. Un grupo de ciudadanos, citados por Cáceres Lara, publicaron ese mismo día en horas de la tarde, en hoja suelta, un informe breve de lo ocurrido. Tampoco había periódico alguno entonces en la villa de Tegucigalpa. El referido informe, a la letra dice, que “el día 12 del presente mes -noviembre- se ha presentado en esta ciudad uno de los acontecimientos más terribles que ha puesto en grande consternación a sus habitantes y ha llamado la atención pública presagiando en el hondo abismo del provenir, desgracias, desgracias que no es dado prever ni calcular. Hacia el sur de la población y norte del río Grande que la rodea en el lugar llamado El Jazmín, a las 11 del mismo día empezaron a observar los que transitaban aquel terreno varias grietas o aberturas que instantáneamente iban haciéndose más extensas, y dejando entrever una cavidad tan profunda que espantaba, y hacía estremecer a las personas que con mucha precaución observaban. En pocos momentos había desaparecido la superficie plana que consta de 84 varas de E. a O. e igual número de N. a E. y asentándose sobre su base sin ningún estrépito, vino a verificarse un derrumbe del cual no se han tenido noticia los más antiguos moradores de esta ciudad. Inmediatamente la población entera se levanta azorada y corre por las calles en desorden, anunciando en sus rostros lívidos el espanto y la consternación. El terreno derrumbado, dice los inspectores, consta de 84 varas de largo de E. a O. e igualmente de N. a S. Toda la margen del río, punto más bajo del S.E. al S.O., hendida en cuartos irregulares, derramando tierra sobre el mismo río. La abertura o zanja en la parte más alta tiene de profundidad 8 varas y 25 y media de ancho, formando un semicírculo de oriente a poniente, de 60 varas de largo, cuya extensión se hace más notable por la parte N.E. En el centro de hallaba situada la casa de la señora Mercedes Márquez, la cual fue arruinada y sumergida en la profundidad, habiéndose además perdido tres tapias y mucha parte del patio y solar de las casas de don Gregorio Martínez y doña María Midence de Irías”. (Cáceres Lara, 1980: 381)

II
Darío Euceda, en su libro “Juticalpa. Caracol sin mar”, incluye una cita de una obra escrita por Monseñor Lunardi, Nuncio Apostólico de Roma en Honduras, en la que dice que “Alonso de Cáceres tiene en encomienda los pueblos de Laguata, Taupan y Juticalpa con 14 tributarios. Me refiero a Xuticalpa de cuyo valle dice Herrera (V.VIII, 337) por diligencia de Cereceda, se envió después a poblar, con sesenta castellanos, al valle de Xuticalpa, a donde había mayor población de indios amigos, a doce leguas de Trujillo, a cargo del capitán Alonso de Ortiz, que hizo una casa fuerte para su seguridad, porque pudiesen beneficiar las minas que allí había… del valle de Xuticalpa decía, que no había arroyo, ni quebrada adonde no hubiese oro. (Federico Lunardi, Fundación de la ciudad de Gracias a Dios y de las primeras villas y ciudades de Honduras, Tipografía Nacional, 1946).

III
La minería fue la actividad más importante practicada por los españoles en los ríos de Honduras. La minería de socavón, será ejecutada en la segunda fase de la explotación minera de nuestro país. Como la primera fase minera exigía mano de obra que no existía en el país, la corona española permitió que ingresaran, para su venta en Honduras, negros subsaharianos comercializados por los portugueses, con la aquiescencia y disposición de las autoridades coloniales españolas. Sin control inmediato, quienes querían hacer fortunas se dedicaban a ellas, para lo cual tenían que constituir cuadrillas, integradas por negros e indios, en donde esto era posible; o exclusivamente por negros africanos. “Nada ejemplifica mejor el ambiente de las explotaciones mineras durante el apogeo aurífero que el caso del clérigo y señor de minas y cuadrillas Alonso Vanegas. Como la mayoría de los señores de cuadrillas, Vanegas no fue un minero fiel a un solo yacimiento. Mientras duró el auge de los minerales, se movilizó de un asiento de minas a otros según su conveniencia, confesando y predicando unas veces y sacando oro con su cuadrilla de hasta 80 esclavos negros. Su apretada agenda minera incluyó las minas de San Miguel, Choluteca y del Guayape, pero también, bajo circunstancias bélicas, las de Yara y la Nueva Segovia, ambas zonas de nueva conquista, y donde se fundaba las poblaciones de Nueva Salamanca. El clérigo vivía en el Guayape cuando un levantamiento de indios estuvo a punto de expulsar a los conquistadores de Nueva Salamanca. Alonso Reynoso, capitán comisionado para poblar la villa, buscó auxilio en Olancho y Vanegas marchó en su compañía, junto con otros 20 españoles y 15 o 20 negros de su cuadrilla. La jornada duró 50 días, tiempo en el que Vanegas confesó y dio la comunión a los vecinos y les preparó sermones, pues hacía casi un año que no oían misa por falta de sacerdote. Pero también acompañó a los soldados que desbarataron el penol de Mongara y las palizadas del río Zabanaco y predicó entre los nativos para que se sosegasen… Vanegas se vanagloriaba de todas sus acciones, tanto eclesiásticas como mineras y bélicas, a las que sumaba los méritos de su linaje, pues era pariente de la familia Niño, cuna de pilotos y exploradores, como Alonso Niño, piloto en el primer viaje de Colón al nuevo mundo. (Pastor Gómez Zúñiga, Minería Aurífera, Esclavos negros y relaciones interétnicas en la Honduras del siglo XVI (1524—1570), 2003: 109, 110). Todo un personaje el sacerdote Vanegas que caracteriza como nadie, el papel de la Iglesia en este primer tramo de la historia colonial de Honduras y del comportamiento poco ejemplar de los sacerdotes que defendían el derecho de ejercer su ministerio y buscar riqueza, como lo hacían todos en esa época.

El 27 de noviembre de 1864, murió en la aldea llamada entonces, El Potrero de los Olivos, ahora conocida como El Olivo, (ubicada en la carretera entre La Barca y Santa Rita) en el municipio de Santa Cruz de Yojoa, el misionero español Manuel Subirana (Manresa, Cataluña, España 1806—Honduras 1864). “Era de regular estatura, blanco, frente amplia, ojos azules. Poseía una gran cultura, teólogo, exegeta, orador sagrado” según Lázaro Castro Posantes que lo conoció personalmente. “Aprendió y manejo diestramente los dialectos de las tribus selváticas que catequizo”, según relato Esteban Guardiola. Doña Concepción Leiva viuda de Pineda, conto que, “el padre Subirana vestía sotana de color negro, sombrero de fieltro redondo, color café y calzaba sandalias” (Ernesto Alvarado García, 1964: 55). Es en la historia de Honduras, el gran defensor de los indios más maltratados por los “blancos”, mestizos y ladinos hondureños. Murió víctima del cólera morbus. En hombros de católicos fervorosos, fue llevado, durante cuatro días, por veredas, cruzando ríos, y remontando montañas y atravesando valles, hasta la Iglesia de Yoro, en donde descansan sus restos, en el lado izquierdo del altar mayor. Por las flores y las candelas encendidas, da la impresión a quienes visitan la Iglesia de Yoro, que el día anterior ha ocurrido su sepelio. En 1928, se iniciaron acciones ante Roma para buscar su beatificación, mismas que se interrumpieran, inexplicablemente. Ahora, en la oportunidad del Bicentenario de la Independencia, se ha reactivado la devoción hacia Subirana y no se descarta que la Iglesia Católica, retome el proceso de su beatificación para que los hondureños, tengamos el primer santo que sirva de ejemplo para modificar el comportamiento colectivo, fuertemente afectado por el individualismo, la inmoralidad y la falta de compasión hacia los demás.

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