Discurso político; aciertos y errores

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10 de enero de 2022
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12:05 am
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Discurso político; aciertos y errores

Por: Otto Martín Wolf

No hace falta que sea muy florido o extenso, a veces una frase –suelta o dentro de un discurso– puede lograr lo que un millón de palabras.

El más famoso por su contenido y brevedad fue pronunciado por Abraham Lincoln y se le conoce como el Discurso de Gettysburg.

Le bastaron 300 palabras dichas en dos minutos para resumir los horrores de la Guerra de Secesión y el destino de los Estados Unidos.

Winston Churchill quizá fue el mejor orador político de los tiempos modernos. Casi siempre tuvo el acierto de incluir ciertas frases exitosas dentro de sus extensos discursos.

“No tengo nada más que ofrecer que sangre, sudor y lágrimas”. Parece un texto derrotista sin embargo sirvió para levantar el ánimo de Inglaterra, en una etapa de la Segunda Guerra Mundial que era dominada por la Alemania de Hitler.

Posteriormente la frase “Una muralla de hierro”, refiriéndose a la Unión Soviética, sirvió para darle un aspecto material y ominoso a lo que en realidad era una muralla ideológica entre comunismo y democracia.

Mi favorito de Churchill, sin embargo, fue el pronunciado cuando el ejército inglés estaba acorralado por los alemanes en Dunkerque y se temía una inminente invasión: “No nos rendiremos jamás. Pelearemos en las playas, pelearemos en las montañas, pelearemos en los campos y en las ciudades… jamás nos rendiremos!

El expresidente George Bush (padre) en un discurso de campaña pronunció una frase que le marcó –negativamente– para siempre: “Lean mis labios, no más impuestos”. Menos de dos años después tuvo que subir los impuestos.

Mejor no lo hubiera dicho, nunca volvieron a creer en lo que decían sus labios.

Porque así como ese, también hay discursos que causan heridas autoinflingidas terribles.

En el patio criollo recuerdo especialmente “Vamos a gobernar durante los próximos cincuenta años”.

A nadie, creo que ni a propios ni ajenos, le puede caer bien una declaración semejante, cuando todos sabemos que aún estamos en la construcción de una democracia y que ésta depende –en mucho– de la alternabilidad en el poder.

Lo mismo, con menor daño pero siempre negativo, fue aquél pronunciado al inaugurar un modesto parque deportivo en algún barrio por ahí, refiriéndose a la expresión de los niños que asistieron al evento. “Sus rostros eran iguales a los que vi en mis hijos la primera vez que los llevé a Disneyworld”.

Lo que pudo haber sido un mensaje alegre, de fiesta, se convirtió en una ominosa e imposible comparación, tanto de las instalaciones como de los asistentes.

Hay errores inolvidables, como el del excandidato a la Alcaldía de Tegucigalpa por el PN en el evento de cierre de campaña.

El discurso político debe ser bien pensado, bien escrito y bien pronunciado pues tiene el poder de destruir carreras o, idealmente, levantarlas.

La falta de juicio de algunos políticos les lleva a improvisar, cosa que no debe ser hecha por nadie, ni aún en las circunstancias más favorables.

Hay políticos con un gran poder de oratoria, innato en muchos casos, pero aún así la improvisación es peligrosa.

Todo debe ser entrenado, estudiado al extremo: Pausas, gestos, ademanes, cambios en el tono de voz y, sobre todo, atenerse al material preparado, mantenerse en el mensaje.

El problema con las palabras es que una vez dichas no se pueden borrar, aunque a veces los “formadores de opinión” traten de explicar al público que lo que quiso decir fulano fue tal o cual cosa, la mayor parte de las veces es inútil y, en muchas, hasta contraproducente.

Otro cuidado es con pedir “prestadas” ideas. Cierto que no hay nada nuevo bajo el sol, pero a veces el robo es demasiado descarado.

El actual presidente de Argentina pronunció un discurso que es una copia exacta del magnífico pronunciado por el ficticio presidente de los Estados Unidos en la película “Independence Day”.

Creo que pidió disculpas y el “escritor” mandado a la porra.

Las promesas de campaña en discursos se las lleva el viento, algunas frases –no obstante– pueden quedar para siempre.

Ni cortos ni largos, ni alegres ni tristes; sólo hay dos clases de discursos, los buenos y los malos.

Buenos son los que logran su objetivo, malos los demás.

El político pone las ideas, el escritor las transforma en palabras.

Hablar en público es para casi cualquiera, escribir cómo se dice es para profesionales.

De nuevo, citando a Churchill, cuando fue invitado como orador a la escuela de su infancia –Harrow– donde pronunció el discurso más corto de la historia, apenas ocho o diez palabras: “Jamás, jamás, jamás, nunca se den por vencidos”, luego se sentó.

Todos permanecieron en silencio por unos momentos, quizá no comprendían lo que acababan de escuchar.

Luego estallaron en aplausos.

El éxito depende de la calidad de las palabras, no de su cantidad.

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