Cuento hondureño: El último renglón

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23 de enero de 2022
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12:20 am
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Cuento hondureño: El último renglón

Por: Dennis Arita

Veo a Daniel por la ventana de la cocina mientras juega en el patio con su mascota. Me saluda alegremente. Está más feliz y sano que nunca.

Pablo escribe esa frase en el último renglón de la última página del cuaderno. Lo cierra y se detiene antes de escribir sobre la carátula. Iba a escribir 280, pero ya no recuerda el número del cuaderno. Bebe un trago de cerveza tibia y enciende un cigarrillo antes de ir adonde guarda los demás cuadernos.

En la bodega, donde ya no hay espacio en los anaqueles en los que Pablo almacena todo lo que ha escrito desde que Daniel murió en el choque, comprueba que acaba de terminar el cuaderno 279. No está seguro de que es el número correcto porque no tiene un sistema para ordenarlos. Nadie se encarga de arreglar sus cosas desde que su mujer lo dejó, aburrida de lidiar con su manía de seguir hablando de su hijo como si aún estuviera vivo.

Descalzo, el cigarrillo colgándole de la boca, Pablo revisa algunas carátulas y cinco minutos después se da por vencido. Es como si se hubiera levantado una noche de la cama con uno de los ataques de sonambulismo que le daban cuando era adolescente y hubiera desordenado los anaqueles. Se insulta en voz alta por haber perdido la libreta con el inventario de los cuadernos y no tiene tiempo para hurgar entre el polvo y el calor: aún le quedan dos horas para seguir contando la vida de su hijo muerto.

Desde hace diez años y algunos meses, dedica diez horas diarias a escribir un mínimo de treinta páginas en las que cuenta, con todo el detalle de que es capaz, cómo su hijo ha seguido creciendo junto a él en una realidad que solo existe en su imaginación. En la realidad que se niega a aceptar, Pablo está desnutrido y solo, no trabaja desde hace cinco años, vive de las rentas de unas tierras que le dejó su padre y no ha vuelto a ver la tumba de Daniel desde el día del entierro.

En cambio, en la realidad que Pablo relata en sus cuadernos, Daniel, muerto a los nueve años, ya tiene 19 y vive con él una existencia irreal, en la que se comporta siempre como un niño, no sale nunca de casa y no ve a nadie más que su padre, pero es feliz. Cuando Pablo escribió los primeros cuadernos, trató de darle a Daniel una vida más variada, pero el esfuerzo era agotador y ahora prefiere repetir ciertos esquemas que le facilitan cumplir con la meta de treinta páginas diarias. Se consuela pensando que la vida no tiene que ser variada para ser feliz. Lo único importante es la exactitud de los detalles, aunque sean siempre los mismos, día a día. “No sé por qué la gente dice que la vida es aburrida”, piensa a veces Pablo. “Deberían agradecer por estar vivos y cerrar la boca”.

En los cuadernos de Pablo, el clima es casi siempre soleado, el menú semanal se reduce a diez platillos y Daniel nunca se enferma. Vivir es lo único que importa, saber que al abrir el cuaderno por la mañana podrá saludar a Daniel y servirle el mismo cereal con leche que le ha servido cada día durante diez años y pico, que al caer la noche podrá ver con Daniel su programa de tele favorito, siempre el mismo programa, que luego se despedirán con un abrazo antes de irse a dormir y que lo oirá roncar suavemente a través de la puerta cerrada de su dormitorio.

Vivir, solo eso importa, piensa Pablo mientras regresa a la sala, repitiéndose mentalmente el número 279. A medio camino oye claramente un ruido de ollas que viene de la cocina. Da un salto y se queda helado, como en otras ocasiones en las que ha oído sonidos parecidos. Aprieta los puños temblorosos y parpadea para aclarar la visión. Tiene los ojos húmedos.

No estoy quedando loco, murmura, no estoy quedando loco. Sabe que no hay nadie más en la casa y eso garantiza su cordura. Con la espalda apoyada contra la pared, se dice, como otras veces, que el deseo de mantener vivo a su hijo por medio de la escritura no es el desvarío de un lunático. Escribe cada día para consolarse. Lo sabe. Lo tiene claro. Nadie tiene derecho de llamarlo loco.

279, piensa.

Camina de nuevo, apoyando la planta del pie desnudo sobre la madera fría y un dedo helado le recorre la espalda cuando oye otra vez ruidos, siseos, murmullos, ecos que tiemblan antes de perderse en el aire. Pablo se da puñetazos en los muslos. Repite No estoy loco.

Entra lentamente en la sala y mira sobre la mesa el cuaderno 279, que había dejado cerrado, ahora abierto en la última página. El viento lo abrió, piensa. Mira la ventana. Está cerrada.

Se acerca al cuaderno y ve el último renglón.

Veo a Daniel por la ventana de la cocina, lee Pablo. Tiene la cara deshecha, con pedazos de carne colgando donde antes estaban los ojos y los labios. Anda la camisa ensangrentada. Donde estaba el brazo derecho ahora hay un muñón en el que sobresale el hueso roto. Aunque ya no tiene cara, sé que sus ojos me ven con furia y que su boca me dice: Si no hubieras bebido esa noche, no habríamos chocado y ahora yo estaría vivo.

Pablo mantiene la mirada fija en el cuaderno y no levanta la cabeza para ver por la ventana, pero sabe que, tarde o temprano, tendrá que hacerlo.

Dennis Arita (Honduras, 1969) publicó sus primeros cuentos y artículos en los años 90 en diarios y revistas nacionales. En 2008 apareció su primer libro de cuentos, Final de invierno. Publicó su segunda colección de relatos, Música del desierto, en 2011. En 2018 colaboró con Kalton Bruhl en El visitante y otros cuentos de terror. Arita también se dedica a la escritura de guiones, a la producción audiovisual y al diseño gráfico. Sus cuentos han aparecido en las antologías Del parnaso a la maison (2011), Doce cuentos negros y violentos (2020), Territorios olvidados. Quince cuentos del triángulo norte y uno más al sur (2021) y El cuento sacrílego y pecaminoso en Honduras (en proceso de publicación).

 

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