EL GENERAL

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14 de febrero de 2022
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12:17 am
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EL GENERAL

NO que hubiese mayores rasgos concordantes. Ni en edad, ni en formación, ni en profesión, ni en vocación, en fin, en casi nada. Solo la suerte incierta del caprichoso destino de encontrarnos en el camino. Del mismo lado de la historia. Durante una de las etapas políticas más desafiantes en la vida democrática de la República. La transición de los regímenes castrenses a la normalidad jurídica institucional, supusieron no solo el imperio de una nueva Constitución sino el progresivo desarme de la influencia que las otrora todopoderosas Fuerzas Armadas ejercían sobre la administración del Estado y la sociedad. Si bien, a esas alturas de la restauración del Estado de Derecho, muchos oficiales ya habían cobrado conciencia que el manejo de la cosa pública, a partir del mandato depositado en las urnas a la representación popular, era responsabilidad de los políticos, otros no.

Para aquellos días, antes que obrásemos las reformas constitucionales sujetando el poder militar a la égida del poder civil, muchas cosas que hoy se dan por descontado se percibían de forma distinta. La elección del Jefe de las Fuerzas Armadas por el Congreso Nacional, virtud de su autonomía institucional, mantenía casi una simetría –improcedente y desfasada– con la autoridad del cargo presidencial. Y sucedió que quien lo ostentaba durante ese primer período de ejercicio constitucional, dedujese que si bien la forma de gobierno había cambiando, no del todo la posibilidad del jefe castrense de entrometerse. Esa errada creencia desencadenó un proceso de paralelismo del poder. Tolerado por el temor del nuevo gobierno –disimulando la bipolaridad tragando gordo– que el incipiente trecho constitucional recorrido, de no actuar con cautela, podría desandarse. Así nació la APROH, –grupo que siempre adversamos– una especie de gabinete paralelo de políticos y empresarios bajo la orbita del jefe de las Fuerzas Armadas, como instancia de presión al gobierno civil. Fue durante uno de esos reclamos, en un Consejo de Seguridad integrado por el presidente –con comandantes militares superando en número a los ministros civiles–que tuvimos los primeros desacuerdos con el jefe militar. Argüían que el ejército hondureño recibiría más ayuda del aliado permitiéndole operar la autopista e instalaciones de Palmerola como base militar norteamericana. Nos opusimos a dicha pretensión enmarcada en resucitar un tratado de años anteriores. Para sorpresa nuestra, el jefe de la Fuerza Aérea, en un aparte de la reunión, nos manifestó que ellos tampoco estaban de acuerdo.

En el viaje a Washington logramos convencerlos que el contingente militar estadounidense perfectamente podría alojarse en Palmerola –en hangares separados para su comodidad– pero bajo autoridad hondureña respetando la soberanía nacional. A los días vino lo del CREM. Un complejo de adiestramiento a soldados del gobierno salvadoreño enfrentado militarmente con la guerrilla. Igual, objetamos la exigencia: Involucrar más a Honduras en el conflicto de los vecinos. Entrenar soldados de un ejército con cuyo país todavía no estaban resueltos los diferendos fronterizos. Si el deseo era ayudar con entrenamiento, bien podían darlo –obviando lo barato de hacerlo en territorio hondureño– fuera de acá. Esa oposición nos granjeó mayor animosidad del jefe de las FF. AA. No del jefe de la Fuerza Aérea quien otra vez nos manifestó que se cometía un error. Terminaron montando el CREM, un desacierto que ocasionó serios perjuicios al país. Y de tanto ir el cántaro al agua, al fin le llegó la hora. Al general Walter López, en el primer golpe de barracas –contando con la venia presidencial y por supuesto nuestra asistencia– le tocó poner coto a aquella disparidad bicéfala de poder. Un oficial, ya con el mando supremo militar, más respetuoso. No por ello, pese a la fraternal relación con el presidente, impedido de actuar cuando con una llamada –“estamos del lado de la Constitución”– disipó el peligro que para aquellos días gravitaba borrascoso sobre la normalidad jurídica. Como la crisis política –que a ratos no se sabía cuánto era alentada y cuánto el desencuentro por la sucesión– tuvo arreglo, bajo su mediación, cuando las indóciles dirigencias partidarias salieron obedientes y alborozadas de los cuarteles con la “Opción B”: Elecciones internas de los partidos y generales simultáneas. Otros –con mejor recuento de los hechos– resaltarán sus gestos de heroísmo durante la guerra con el vecino país. Nosotros lo conocimos siendo el líder militar carismático, decente y probo, sin las ínfulas indeseables que desvanecen –no a un buen piloto– al surcar aires tan elevados. Posiblemente, en las postreras horas mundanas, al hacer revisión de tropas de la última parada, el general, con la frente elevada al cielo que lo acoge, escuchó a la distancia el toque inconfundible de la diana. Mientras, de esos ecos referentes, en silencio murmuraba las palabras fundacionales de la democracia occidental: “Cuando asumimos ser soldados, no dejamos de ser ciudadanos”.

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