Ser diferente

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21 de febrero de 2022
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12:03 am
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Ser diferente

Por: Edmundo Orellana

La captura para efectos de extradición del exgobernante nos plantea cuestionamientos que no podemos ignorar.

El exgobernante es parte de nuestra historia. Su futuro depende de lo que decidan los tribunales federales del vecino del norte y su destino está íntimamente ligado al sistema penitenciario estadounidense.

A nosotros estará ligado solamente si decidimos anclarnos en el pasado, aunque tenemos que lidiar con su legado. Siniestro legado, por cierto, pero es nuestro y debemos enfrentarlo con firme voluntad y sin descanso; en otras palabras, debemos construir nuestro futuro sobre los escombros económicos, sociales, políticos y morales que nos dejaron estos últimos doce años de desgobierno.

Quejándonos por lo que fue no nos permitirá iniciar las tareas que los enormes desafíos demandan para enfrentarlos, perdiendo un tiempo precioso para reconstruir la institucionalidad, la economía, la democracia y el Estado de derecho, e insuflar nuevas energías a la voluntad popular.

Seguir descalificando por sus culpas a quien suponemos responsable de nuestras desgracias tampoco nos ayudará a resolverlas, porque JOH fue un simple accidente en nuestra historia política, no así las redes de corrupción que siguen posicionadas política y económicamente para socavar cualquier intento de abandonar las prácticas corruptas.

No hay límite para sus abusos cuando el custodio de la ley es nuestro sistema de justicia, concebido para garantizar impunidad a los poderosos y penalizar a los débiles. Los abusadores del poder gozan de garantías, en cambio, los que enfrentan a estos abusadores son reprimidos, un ejemplo ilustra inobjetablemente este aserto: el caso Guapinol.

Toda amenaza a sus privilegios es reprimida activando los mecanismos del poder punitivo del Estado. Esas amenazas son el pretexto perfecto para el abuso del poder. Cuando la superstición dirigió el poder creó la inquisición para protegerse del demonio que aparecía amenazante disfrazado de bruja o de hereje; cuando es la “raza pura” la amenazada, el poder punitivo practica el exterminio de las “razas inferiores” para salvar a la humanidad de su “ponzoña”.

En América ha habido de todo. Hubo inquisición y persecución de “razas inferiores” (los negros y los latinos todavía la sufrimos). La independencia latinoamericana, obra del poder local de los criollos, dio paso a gobiernos despóticos, imponiendo a “sangre y fuego” las estructuras coloniales, muy convenientes para quienes detentaban el poder, y así nos fuimos acostumbrando a gobiernos autoritarios guiados por lemas como aquel de “encierro, entierro y destierro”, que aterrorizó a los hondureños.

El poder, hoy, no lo detentan los gobiernos sino las redes que están detrás de los gobiernos, externas e internas. Las que operan desde el exterior, corporaciones tutelares del orden mundial, imponen reglas a las que los gobiernos deben someterse obligatoriamente, so pena de ser reprimidos; las que operan desde el interior, seducen, amenazan y persiguen, según sea la respuesta que tengan. Preservar sus intereses es su principal motivación. Por eso, cuando la amenaza proviene de quienes llegan al gobierno levantando banderas populares, no dudan en perseguirlos con todos los mecanismos de que dispone el poder, especialmente el judicial; el caso de Lula es el más sonado, pero también los ha habido en Argentina, Ecuador, Bolivia y aquí en Honduras.

No es el caso de JOH, por supuesto, a quien el sistema protegió sostenidamente. Pero esa protección ya no es segura para las redes de corrupción nacionales por la irrupción en nuestro sistema de la justicia gringa, que ciega persigue a los que identifica como amenaza a su seguridad, extraditándolos y condenándolos sin miramientos.

Para debilitar esas redes desde el propio sistema, se impone a los gobernantes la regla de ser diferente. No incurrir en los errores del pasado y alejarse de esos modelos hegemónicos, auténticas destilerías de ignominia, es guía segura hacia la reconstrucción del país.

Debilitar el sistema de impunidad, a cuya sombra medran y aumentan su poder las redes de corrupción, es posible a condición de que adoptemos, como práctica cotidiana del gobierno y de la sociedad, la transparencia, la rendición de cuentas, el respeto a los derechos humanos, la democracia participativa y la seguridad jurídica.

Erradicando las prácticas corruptas y sancionando a quienes se resistan a abandonarlas, nos despejará el camino para encontrar las respuestas a los desafíos sociales, económicos, políticos y culturales. Para enterrar ese vergonzoso pasado digamos con fuerza: ¡BASTA YA!

Y usted, distinguido lector, ¿ya se decidió por el ¡BASTA YA!?

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