El rocío de la música en el paisaje italiano

MA
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15 de abril de 2022
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01:02 am
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El rocío de la música en el paisaje italiano

¿Vuelven los oscuros malandrines del 80?

A Romeo Irías: publicista, cantante, amigo (Q.D.D.G.)

Óscar Armando Valladares

¡Italia! Extraña bota nudista bañada al unísono por el Adriático, el Jónico, el Tirreno; país donde leyenda, religión e historia -mares también procelosos- han lustrado la cultura milenaria de su pueblo, al que un tal abate Royer le atribuía esta expresión laudatoria: “O benedetto, o che gusto, piacer di morir” (¡Oh bendición, oh qué goce, qué placer para morir!).

La Italia -con esa “la” persistente en la narrativa histórica de César Cantú- dio en principio a tres viajeros contumaces: Marco Polo, atraído por los misterios de China en tiempos de Qubilay Jan, de la dinastía Yuan; Cristóbal Colón, el “descubridor” de América -un suceso maravilloso, decía Mark Twain, “aun cuando hubiera sido más maravilloso no encontrarla”-, y Américo Vespucio, cuyo nombre en femenino lleva encima el Nuevo Mundo por sugerencia del alemán Martín Waldssemuller.

Papas, pintores, músicos, artistas, literatos, historiadores, políticos, empresarios y, por qué no, capos de la “Cosa Nostra”, rutilan en la senda continua del ayer y del presente. Más de 140 santidades han ocupado la silla pontificia. Figuran como diestros del pincel: Giotto, Donatello, Da Vinci, Miguel Ángel, Rafael, Ticiano, Tintoreto, Veronés, Caravaggio, Chirico y otros de buena pinta. En los jardines de Euterpe, afloran con arco, violín y pentagrama: Monteverdi, Cavalli, Palestrina, Vivaldi, Albinoni, Boccherini, Scarlatti, Tartini, Piccini, Donizetti, Verdi, Puccini, Mascagni, Casella, Toscanini, Battistelli…, a más de sonores surtidores: Ferrucio, Battistini, Pavaroti, Bochelli, Cuzzoni, Bardoni.

Tres sombras fundamentales van y vienen del correo literario: Dante, Bocaccio y Petrarca, seguidos de Ariosto, Tasso, Bruno, Matastasio, Goldoni, Leopardi, D’Annunzio, Montale, Quasimodo, Pavese, Moravia, Pasolini (quien habló de “ese mundo nuestro que quita el pan a los pobres y a los poetas la paz”). Un político, Maquiavelo; un historiador, Benedetto Croce; un crítico filosófico, Umberto Eco; un director y una artista de cine, Vittorio de Sica y Sophia Loren; un mafioso, Salvatore Maranzano; un dictador, Mussolini.

Extraigo de este inventario a Lucio Antonio Vivaldi (1678-1741), clérigo, compositor, violinista, exitoso empresario teatral. El único retrato suyo, un dibujo ligero, hecho en Roma cuando tenía 45 años de edad, registra un perfil poco atractivo: cabellera ensortijada, nariz con desborde aguileño, mandíbula pronunciada, un conjunto caricatural. Venecia, abierta a las actividades mercantiles era, por igual, rica en “músicas vividas en su plenitud”. Ciudad costera, de góndolas y gondoleros que entonan la barcarola, ofrecía en efecto un ambiente en-canta-dor.
“Se canta en las plazas -decía el comediógrafo Goldoni-, en las calles y en los canales”. Parecidos términos expresaban Burney, un observador inglés: “Si dos personas pasean juntas cogidas del brazo, parece que no hablan sino que cantan. En la Plaza de San Marcos, un zapatero o un herrero empiezan una canción, a la que otras gentes de su clase se les unen con la misma canción”.

Para algunos, Vivaldi se lucía más como violinista que como compositor; su virtuosismo -señala el crítico Howard Talbot- se manifiesta claramente en su manera de escribir para ese instrumento y principalmente en sus conciertos. “Entre el virtuoso y la orquesta, encontramos la tensión, la emoción palpitante que reclama una acción dramática a la luz de las candilejas”, añade por su lado Marc Meunier-Thouret. Quienes gustamos de su música percibimos ciertamente su maestría en el arte de la composición. “Las cuatro estaciones” arroban sobremanera, y son apenas un hilo fino de su madeja, cifrada en más de 500 conciertos para violín y otros para violonchelo, fagot, flautín, mandolina y viola; un haber del que evocamos el Estro armónico y La extravagancia, colección de conciertos sobre todo para el ventrudo instrumento que dio fama su tocayo y contemporáneo Antonio Stradivari.

¡La primavera ha llegado! El verano, dura estación abrasada de sol. El otoño, en que los jóvenes celebran la alegría de una buena cosecha. El invierno, cuya lluvia moja a porfía e invita a pasar, junto a la lumbre, días felices y tranquilos: he aquí partes de los sonetos del afamado grupo de las estaciones. En tanto, me sumerjo en la embriaguez inconfundible de su música, en la potencia lírica de Vivaldi, popular y conocido asmático veneciano quien, al hablar de la vida, expuso en su mensaje: “No se trata de hacerla más corta, sino hacer que la diversión haga insensible su curso”. En medio de la pertinaz pandemia, su obra ejerce ese efecto placentero y denota su inconfundible estética musical.

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