Las procesiones indianas, hispanismo y sincretismo

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16 de abril de 2022
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12:06 am
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Las procesiones indianas, hispanismo y sincretismo

Jorge Raffo
Embajador del Perú en Honduras

“Las procesiones van ligadas, como manifestación característica, a la sociedad barroca, porque responden a las circunstancias de la misma. Son, como todos los productos de la cultura barroca, un instrumento, un arma, incluso, de carácter político” (Maravall, 1996).

La Plaza Mayor de Comayagua presentaba las condiciones para las características procesiones de Semana Santa de los siglos XVII e inicios del XVIII. Las casas de ambos lados de las calles ofrecían su balcón para personas distinguidas que quisiesen contemplar el paso de la procesión (Tateiwa, 2017). Estos balcones estaban ornamentados con tapicerías, paños, telas, damascos, tafetanes, y allí se lucían las señoras de la nobleza elegantemente vestidas (Díaz Arce, 1651 citado por Tateiwa, 2017). Según Acta del Cabildo del 19 de octubre de 1642 de la ciudad de México -que fuera adoptada después por Guatemala y las ciudades más representativas de su jurisdicción- se había establecido la obligación de embellecer los balcones bajo pena de multa.

El historiador Manrique (1994) señala que “el cabildo cuidaba y vigilaba el ropaje que habían de llevar sus miembros en las ceremonias y consideraba una inversión la compra de prendas para mantener el respeto popular y la consolidación del poder”. Desde aquel temprano período los confeccionistas de Comayagua se distinguieron por su elaboración de ropa “a la manera española”. Aizpuru (1996) cita al religioso inglés Gage -más tarde sus escritos serían usados por Drake en su incursión y destrucción de Ciudad de Panamá- cuando anota que los hombres y las damas gastan exageradas sumas en el vestir. En lenguaje de la época, se trataba de dar “lucimiento” a la procesión que, sin atentar contra el recogimiento propio de dolor cristiano, se mantuviese intacto el mensaje de prosperidad que experimentaba el territorio.

Además del vestuario, el caballo y el carruaje eran signos de distinción social y la procesión brindaba la ocasión de mostrarlos “en todo su esplendor”. Inicialmente los caballos provenían de México y Guatemala hasta que la producción local se impuso gracias a los pastizales y el maíz que produjeron hermosos animales. El cronista Benavente registra que, por su parte, la jerarquía eclesiástica participaba montada en mulas o a pie. Este animal se multiplicó paralelamente a los caballos y servía como vehículo principal de carga de mercancías y de transporte para los clérigos, ancianos y mujeres, por su paso más suave (Tateiwa, 2017).

El uso de fuego para iluminar las calles había sido una costumbre de los aztecas que los españoles y criollos adoptaron con ocasión de las procesiones utilizando profusión de velas que se traían de México que, a su vez, se importaban de Filipinas aprovechando el Galeón de Manila. En lo que el país y la ciudad resultaron insuperables fue en la creación y ejecución de las alfombras multicolores de aserrín que competían en esplendor con aquellas otras preparadas en el Virreinato peruano solo que esas estaban confeccionadas con pétalos de flores (Lohman, 1983).

La colación se ofrecía el Domingo de Resurrección, usualmente compuesta de dulces, bollos, chocolate, frutas tropicales, tortillas de maíz frescas, chiles, agua de nieve e infusiones. Había también olivas y aceitunas, alcaparras, habas verdes, pasas y almendras. Alberro (1992) indica que “(…) este aspecto culinario es un elemento interesante e importante para conocer el grado de sincretismo entre lo europeo y lo indígena”. Según Tateiwa solo en contadas ocasiones se contrató arpa y guitarra como telón de fondo de la colación que las autoridades virreinales y eclesiásticas compartían con los pobres.

¿Cómo se financiaban las procesiones? El Cabildo destinaba la sisa del vino para apoyar el esfuerzo eclesiástico y el de los feligreses. La sisa del vino era un impuesto cuyo uso estaba únicamente destinado para las obras de traída de agua a la ciudad. El Cabildo negociaba la autorización correspondiente ante las autoridades para emplear ese dinero como préstamo. La procesión cumplía también un papel articulador con la participación popular como parte del cortejo que acompañaba las imágenes del Cristo doliente, representado por la inclusión de los pobladores originarios que aportaron su propia simbología devocional.

El fervor popular asociado al lenguaje gesticular, los símbolos de la administración virreinal, el boato y la pompa de la procesión fue un conjunto de elementos que, respondiendo a su tiempo y espacio históricos, contribuyeron a fortalecer la vinculación con la Metrópoli transmitiendo un sentimiento de unidad dentro de un imperio ultramarino como era la España de aquellos siglos y un acto de lealtad a la corona. No cabe duda -como afirma Tateiwa- de que la procesión era un trasunto de las procesiones europeas (Sevilla) trasplantada al Nuevo Mundo, y del mismo modo su organizador municipal era también heredera del modelo hispánico.

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