La libertad en El Quijote, Sergio Pitol

ZV
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8 de mayo de 2022
/
12:53 am
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La libertad en El Quijote, Sergio Pitol

Uno de los ejes fundamentales de El Quijote consiste en la tensión entre demencia y cordura. En la primera parte de la novela sus andanzas terminan en desastres, se extravían a cada momento, en cada aventura el cuerpo de don Quijote yace descalabrado, apaleado, pateado, con huesos y dientes rotos, o sumido en charcos de sangre. Esos acontecimientos hacían reír a sus contemporáneos, quienes leían el libro para divertirse. Lo cómico allí es aparente, pero en el subsuelo del lenguaje se esconde el espejo de una época inclemente, un anhelo de libertad, de justicia, de saber, de armonía. Cervantes fue desde joven un lector y admirador de Erasmo, por lo que logra intuir la superioridad de una vida interior que vencerá al fin de vacuidad de los cultos exteriores. Convierte la locura en una variante de la libertad. La libertad que define en El Quijote: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre, por la libertad, así como por la honra se puede y se debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venirles a los hombres”.

El autor se permite algunas libertades que pocos se atreverían. En un discurso, uno de los más soberbios del libro, pronunciado a un grupo de cabreros totalmente ignaros, compara los tiempos pasados con los detestables en los que ellos vivían, donde el mundo se ha pervertido, manchado y corrompido. Es un discurso de aliento humanista, renacentista, libertario. Todos ustedes lo conocen porque se ha citado muchas veces. Comienza: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras tuyo y mío.”

Y en el cuerpo del monólogo se encuentra: “Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia… Entonces se declaraban los conceptos amorosos del alma simple y sencillamente, del mismo modo y manera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había el fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del juez, porque entonces no había que juzgar ni quién fuese juzgado… Y ahora, en estos nuestros detestables siglos, no está seguro ninguno. Para cuya seguridad, andando más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos. De esta orden soy yo, hermanos cabreros, a quien agradezco el agasajo y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero. Que, aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí posible, os agradezca la vuestra”.

Salvo las nueve últimas disparatadas y regocijantes líneas que descienden a celebrar la orden de los caballeros andantes, la lección de don Quijote sería casi un fragmento de La ciudad del sol, la utopía de Campanella, a quien, por escribirla, recluyeron varios años atormentándolo hasta ejecutarlo en las cárceles de la Inquisición.

El capítulo donde Sancho Panza encuentra a Ricote, el morisco, quien relata todos los sufrimientos de él y su familia en el extranjero debido al edicto del rey de desterrar a cientos de miles de su raza es el más atrevido de toda la obra. Thomas Mann se asombró de la valentía de Cervantes para tocar aquel asunto, entonces muy reciente, y de que en la novela llegara a permitirse hablar de “libertad de conciencia”.

Sergio Pitol
Discurso de recepción del Premio Cervantes
La libertad en El Quijote

***
No hay historia nacional que no haya sucumbido en algunos períodos a esa lepra llamada intolerancia; en otras ese mal es endémico y aún permanente. Parecería que fuese un mecanismo del demonio para que las criaturas de este mundo no pudieran coexistir en armonía. Es un eco tribal que ha sobrevivido a toda transformación social. A veces muestra con orgullo e insolencia su poder; otras, se esconde, se sumerge, se disfraza con atributos que no le pertenecen en espera de que llegue el momento de salir a la calle.

La historia de la humanidad es una historia de intolerancias, aunque, a través del tiempo todo se vuelve más complejo. Las armas son más sofisticadas, como más eficaces son los medios para detectar al enemigo. En el mundo, los milenarios están en alza, como también las aberraciones contrarreformistas.

No todo ha sido un desastre. Felizmente ante la intolerancia irracional de los violentos y sus secuaces podemos arraigar una esperanza. Basta recordar que, en tiempos tan ingratos como éste, y aún peores, han existido mentes luminosas, que eligieron la tolerancia como el único y último camino para llegar a la armonía. Sus nombres llenarían páginas enteras, pero me conformo hoy con citar unos cuantos memorables: Erasmo, en Gante; José Luis Vives, Miguel de Cervantes, los hermanos Valdés, en España; Montaigne, en Francia; John Locke, Isaiah Berlin, F.M. Forster, en Inglaterra; José María Luis Mora, en México; Emerson, Twain, en Estados Unidos; Norberto Bobbio, en Italia.

El intolerante detesta el cambio libre de ideas. Su acervo intelectual consiste de unas cuantas afirmaciones que trata de imponer a los demás. Se mueve en un sistema cerrado, donde los conceptos y los valores estéticos no tienen cabida.

Sergio Pitol
Confusión de los lenguajes
El tercer personaje

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