De las múltiples lecturas recibidas con ocasión de la pasada Semana Mayor, hay dos que en mi corazón está compartirlas con los hermanos en la fe. Ambas de autores anónimos, relacionadas con la presencia y el amor infinito de Dios en nuestras vidas. La primera, destacándolo como el “Rey de las edades, soberano. Ninguna medida de cantidad puede definir los límites de su amor. Él es perdurablemente fuerte. Él es completamente sincero. Él es eternamente firme. Él es inmortalmente bondadoso. Él es imperialmente poderoso. Él es imparcialmente misericordioso. Y me pregunto si tú lo conoces”.
“Él es el más grande fenómeno que jamás ha cruzado el horizonte de este mundo. Él es la pieza esencial de la civilización. Él es la idea más exquisita de la literatura. Él es la personalidad más alta en la filosofía. Él es la doctrina fundamental de la verdadera teología. Él es el único calificado para ser el Salvador. Él es la llave del conocimiento. Él es la fuente de la sabiduría. Su vida es inigualable. Su bondad no tiene límites. Su misericordia es eterna. Su amor nunca cambia. Su palabra es permanente. Su gracia es suficiente. Su reinado es justo. Su yugo es fácil, y liviana es su carga. Me pregunto, ¿tú lo conoces?
“Los fariseos no pudieron detenerlo. Porque ellos entendieron que no podía ser detenido. Pilato no pudo encontrar ninguna falla en Él. Herodes no pudo matarlo. La muerte no pudo limitarlo. Y la tumba no pudo retenerlo. Él es mi Rey. Él es Jesús”. La segunda, “es una poesía mística de autoría desconocida, escrita en España a finales del siglo XVI y publicada por primera vez en 1628”. https://es.wikipedia.org/. Su letra dice así: “No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido, ni me mueve el infierno tan temido para dejar por eso de ofenderte”.
“Tú me mueves, Señor; muéveme el verte clavado en una cruz y escarnecido; muéveme el ver tu cuerpo tan herido; muévenme tus afrentas y tu muerte. Muéveme, en fin, tu amor, de tal manera, que, aunque no hubiera cielo yo te amara, y aunque no hubiera infierno te temiera; No me tienes que dar porque te quiera; porque, aunque lo que espero no esperara, lo mismo que te quiero te quisiera”. Cristina Solís, en https://catoliscopio.com/, nos pregunta: ¿Qué nos mueve para servir a Dios? ¿En qué nos basamos para amarlo?, sobre todo, al apreciar el amor incondicional que Dios hacia sus hijos.
A su vez, Susana Marín en https://poemario.com/, “nos habla de un amor que nace desde lo más profundo de la fe de una persona… es algo íntimo, personal y que solo atañe a la persona que cree realmente en Dios y en su hijo, ese Cristo crucificado que da título al soneto”. En lo personal, y sobre todo ahora que vivo estos aciagos momentos en que no tomo mi medicamento indicado por el terrible desabastecimiento de medicinas oncológicas en el IHSS, es la fe, y mi confianza en su inclaudicable amor el que me alienta a seguir de pie y a esperar por su gracia y misericordia, lo demás vendrá por añadidura.
José María Leiva Leiva
Tegucigalpa, M.D.C.