Por: Edmundo Orellana
El planteamiento sobre la despenalización de los delitos contra el honor, que una iniciativa de ley plantea, nos coloca frente a cuestiones sumamente interesantes de nuestra sociedad.
El honor es un derecho humano y, como todo derecho, deriva, como prescribe el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, “de la dignidad inherente a los hombres”, cualidad intrínseca, irrenunciable e inalienable del ser humano, que lo define e identifica, y a la que la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, desde sus primeras sentencias, reconoce que es de aquellos principios “que más profundamente fundamentan el sistema interamericano…”. Lo que explica por qué la dignidad es reconocida en nuestra Constitución como el límite por excelencia del accionar estatal, al consagrarla en los términos siguientes: “la dignidad del ser humano es inviolable”.
El honor, igual que la dignidad, define e identifica al sujeto del que se predica, sea una persona o un país. Suelen confundirse en frases como “la dignidad o el honor del país”, porque el honor concierne, respecto de la persona humana, a la reputación y fama o al prestigio profesional. La gravedad de la ofensa al honor adquiere perfiles trágicos, porque el ofendido puede llegar a extremos, como ilustra la historia con los ejemplos de países que, sintiéndose víctimas de una ofensa, declaran la guerra al país ofensor, o, como en el pasado, cuando se recurría al duelo legal para zanjar una ofensa personal. Esas agresiones al honor son la causa, todavía, de muchos hechos de sangre en la Honduras profunda.
Y es que el daño al honor de la persona es irreparable cuando se trata de aquellas imputaciones que concitan “en contra del ofendido el odio o desprecio público”, sufriendo la familia el escarnio público: el cónyuge, en su ámbito social y laboral, y sus hijos, en el ámbito escolar. El daño al honor es, además, para siempre, porque, aunque el calumniador sea expuesto públicamente como tal o se retracte el que injuria, la duda persistirá, por nuestra tendencia a dudar. El efecto de la difamación es devastador.
Desde esta perspectiva, la prensa, principal medio por el que se manifiesta la libertad expresión, tiene significativa importancia porque los contenidos que difunde se esparcen masivamente en el territorio nacional y más allá. Es su deber informar, libremente. De ahí, que la información objetiva y valiente de la prensa sirva de insumo a la sociedad para formarse opinión sobre lo que ocurre en el país. Por eso, la salud de la democracia resulta del diagnóstico a la prensa. A mayor libertad de prensa mayor democracia.
Es obligación ineludible de la prensa, entonces, difundir la información que sea de interés a la sociedad, no la que provenga de la vida privada de las personas; es decir, de aquellas cuyas responsabilidades importan al público, sean del sector gobierno o del sector privado (empresas, gremios, sociedad civil, etc.), particularmente los abusos que se cometan; pues, quien se somete al escrutinio público debe rendir cuentas de su conducta. Es, pues, su obligación denunciar la corrupción, pública o privada (el lavado de activos se da en las actividades privadas), cuando se puede acreditar la imputación, y, por ello, goza de la protección legal y del sistema interamericano de los derechos humanos.
No debe temer, pues, el que acusa con pruebas, porque, cumpliendo con su deber, está protegido por la ley, situación que puede perder si la denuncia va acompañada con lenguaje soez, insultando al denunciado, porque entraría al campo de la injuria, la que no se comprende dentro del derecho de libre expresión, pero a la que apela el que actúa irresponsablemente, que, por esta condición, los propietarios de los medios de comunicación deben evitar responsabilizarlo de programas, de radio o de TV, y, en caso de permitírsele, el propietario del medio asume también responsabilidad porque, al no evitar los abusos, se entiende que los consiente. Quien abuse, según la Constitución y la Ley de Emisión del Pensamiento, es responsable civil y penalmente.
Perseguir a los denunciantes de los abusos del gobierno con querellas de calumnia o de injuria es atentar contra la libertad de expresión y de prensa, pero también lo es, en un grado de perversidad mayor, usar la libertad de expresión y de prensa para calumniar e injuriar a los que se opongan al gobierno, hipótesis que no es remota en una sociedad en la que, como la nuestra, entiende que no es un atropello a esas libertades el programa aprobado en el régimen anterior para los medios de comunicación que consiste en canjear impuestos por publicidad, entendiéndose por esta lo que decida el gobernante, quien es el único autorizado para otorgar el beneficio.
Denunciar al funcionario, al político, al empresario o a cualquiera cuya exposición al público lo someta a su escrutinio, es un deber. Convertirlo en delito es reprimir la libertad de expresión. Delito es cuando se incursiona en la vida privada de las personas, que no concierne al público. Los delitos contra el honor sobran en una sociedad sin honor. Para que cese el atropello al honor digamos: ¡BASTA YA!
Y usted, distinguido lector, ¿ya se decidió por el ¡BASTA YA!?
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