Cuento: RITUALES

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15 de mayo de 2022
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12:15 am
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Cuento: RITUALES

Kalton Bruhl

El demonio existe, dijo el anciano mientras acercaba las manos a las llamas que sobresalían por el borde del barril. Las sombras que proyectaba el fuego se enredaban en las arrugas de su rostro, transformándolo en una máscara extraña. Entrelazó las manos, las llevó hasta su boca y sopló tres veces para aprisionar su propio aliento. También existe el infierno, continuó, y es mucho más frío que esta maldita ciudad.

He escuchado muchas veces que los ojos son el espejo del alma. Si eso es cierto, los ojos del viejo eran como un antiguo espejo de plata bruñida: sin brillo y llenos de reflejos distorsionados. Le pregunté por el aspecto del demonio. Rio por la nariz y centró la mirada en el fuego. Aparenta ser un niño, escupió de pronto. Un niño pequeño de no más de seis años. Aparece de pronto en cualquier reunión infantil. No se ha fijado usted que cuando todos se marchan se habla siempre del niño al que nadie conoce y que ha llegado sin sus padres. Es el demonio mismo que busca almas puras para corromperlas. Se frotó la barba antes de continuar. Cuando Jesús pedía que le llevaran a los niños, lo hacía para reconocer entre ellos al ángel caído y apresarlo de una vez por todas. Herodes solo limpiaba el camino para el redentor, dijo finalmente.

Me escandalicé al escucharlo. Él resopló con desprecio. Esa mojigatería es lo que ha permitido que el demonio se haga más fuerte, afirmó con vehemencia. Desde el principio de los tiempos se ha sabido que la mejor ofrenda para los dioses es siempre un niño. Mientras más tierno, mejor. Cada civilización había perfeccionado su propia forma de prepararlos. Altares. Hornos. Congelamiento. O un burdo golpe en la base del cráneo. Mientras más lágrimas derramaban, era mayor la aceptación por parte de los dioses. Ríos de sangre y lágrimas. Eso es lo que se requiere para una verdadera expiación. Ahora somos débiles y por eso el mal triunfa.

El anciano siguió hablando hasta que se apagó la última llama dentro del barril. Todas sus palabras estaban guardadas en la memoria de mi grabadora de bolsillo. Su plática, aunque aborrecible, era suficiente para desarrollar mi tesis de antropología urbana. Le agradecí por su tiempo y le di algo de dinero. Arrugó los billetes y los guardó en uno de los bolsillos de su sucio gabán. Siempre es un niño, me advirtió. No lo olvide nunca. Le prometí que no lo haría y me despedí con un gesto de la mano.

Recibí mi grado con una calificación Summa cum laude. El folclor de los oscuros callejones puede servir de cimientos de una nueva religión. Esa fue mi conclusión. La terna examinadora estuvo de acuerdo. Recordé la advertencia del viejo y reí para mis adentros. El demonio no existe, me dije, y olvidé el asunto.

Los años pasaron deprisa. Un empleo como profesor auxiliar. Una boda apresurada. Una cuna y la primera hipoteca. Ahora llego a casa junto a los primeros invitados. Mi hija está feliz y me muestra su nuevo vestido. Tiene seis años y dos dientes menos. Me inclino a besarla. Le digo cuánto la amo y ella me abraza el cuello. La fiesta trascurre con relativa normalidad. El acto del payaso, los animales fabricados con globos, los juegos y lo que no puede faltar: el niño que sufre un pequeño accidente y debe ser consolado por su madre. Recorro la fiesta con la mirada. Han venido todos los que recibieron una invitación. La mesa de los regalos está llena a rebosar. Voy a servirme un vaso de refresco cuando algo llama mi atención. Un niño está hablando mientras los demás forman un círculo a su alrededor. Viste un pantalón de mezclilla y una camiseta con varias estrellas de cinco picos en dorado. Analizo sus facciones e intento hacerlas coincidir con los rasgos de alguno de mis amigos. No consigo ubicar su rostro. Llamo a mi hija. Jamás lo había visto, me dice, y regresa a la mesa junto a sus amigas. Le pregunto a mi esposa. No sé quién es, me contesta, encogiéndose de hombros. Hay un aviso de alarma que resuena en el fondo de mi mente. El niño vuelve el rostro hacia mí y me sostiene la mirada. Permanecemos unos segundos viéndonos fijamente hasta que sonríe con desprecio y vuelve a centrar su atención en el resto de los niños. El corazón se me acelera. Ahora lo recuerdo. Un niño pequeño de no más de seis años, había dicho el viejo. Siento la boca seca y bebo el refresco de un solo trago.

Me mantengo alerta durante el resto de la fiesta. Mi hija cortó el pastel y luego abrió los regalos. Los invitados se están marchando. Solo queda el niño desconocido. Mi hija entra a la casa y mi esposa está limpiando las mesas. Le prometo que en un momento voy a ayudarla. Me acerco al niño. ¿Cómo te llamas?, pregunto. Me responde con una mirada insolente. ¿Dónde están tus padres?, insisto. Curva sus labios hacia abajo y se encoge de hombros. Nadie nos presta atención, así que lo tomo de la mano y lo llevo al patio trasero. ¿Quién eres?, lo interrogo mientras me agacho y lo sacudo por los hombros. El niño se ríe y me escupe a los ojos. Lo empujo y me limpio con el dorso de la mano. El niño ha caído de espaldas y sigue riendo. ¿Qué eres?, grito, desesperado. El niño deja de reír y se incorpora. Me gusta tu hija, dice, y me da la espalda. Estoy a punto de caer al suelo. Me recupero y me abalanzo hacia el niño. Su cuello es suave y delgado. Es tan sencillo apretarlo.

Cargo el cuerpo y lo dejo en el cubo de la basura. Más tarde lo llevaré al maletero del coche. Hay varias fábricas abandonadas en los alrededores de la ciudad. Será fácil deshacerme de él. Regreso a ayudar a mi esposa. Estamos doblando los manteles cuando llega una pareja. Parecen nerviosos. Nos cuentan que hace poco se mudaron y que están buscando a su hijo. Se salió de la casa sin que nos diéramos cuenta, dice su padre mientras se estruja las manos. Lleva puesta una camiseta negra con estrellas doradas, dice su madre. Es su favorita. Es el niño por el que preguntaste, exclama mi esposa, ¿lo recuerdas? Creo que sí, balbuceo, pero no sé qué se habrá hecho. Hace un buen rato que dejé de verlo. La pareja nos da las gracias. Preguntaremos en las otras casas, dicen. Por favor, avísennos en cuanto lo encuentren, les pide mi esposa. Ojalá lo encuentren pronto, me dice, y me abraza con fuerza. No me siento bien, digo, liberándome de su abrazo, y arrastro mis pasos hacia el interior de la casa.

 

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