DE los enfoques que hemos visto, como epítome de la elección colombiana, este es lo que mejor capta los momentos: “La segunda vuelta se definirá entre la izquierda y el populismo”. Los grandes perdedores fueron los partidos políticos tradicionales. Una erosión de la política centrista y conservadora que por décadas se turnó el poder. Se suman los colombianos a la imperante racha de descontento de la opinión pública hacia los gobiernos de turno. Y, de paso, contra lo andado. Las crisis económicas y sociales agravadas por la pandemia rompieron los diques de contención y elevaron los niveles de disgusto popular. El mismo manto reformista, –de rechazo al insoportable status quo– que cubre la región. Bueno, con las obvias excepciones de las autocracias, ya que esa posibilidad de cambio solo ocurre donde hay una mediana garantía de elecciones transparentes.
La misma ola turbulenta que rompe contra las quietas orillas de lo convencional. Una vorágine opositora arropada a veces en consignas antisistema y en otros casos en discursos populistas. (Ni la más compacta democracia norteamericana ha podido resistir la tentación). Una corriente que se forma y al fragor de la campaña va arremolinándose a un solo fin. Sacar el oficialismo del poder a como dé lugar. A favor de quien sea –como acaban de votar en Colombia– pero en contra de los mismos de siempre. Votan por desconocidos, “outsiders”, novatos, sorpresas, con tal que simbolicen algo contrario a lo acostumbrado. Las banderas pueden ser radicales y hasta extremistas. Los electores colombianos rechazaron –como igual ha sucedido alrededor– las propuestas moderadas. Nada de “construir sobre lo construido” ni tampoco de “cambios responsables”. Se trata de derrotar lo inmediato, lo reciente –aunque como en Argentina sea repetición de lo indeseable anterior– y todo lo que se asemeje. Solo que una cosa es treparse en la montura y otra distinta es jinetear el caballo que corcovea. Perú es un ejemplo de esta inestabilidad. El profesor rural de sombrero de paja de ala ancha tuvo traspié tras traspié desde el inicio. Ya perdimos la cuenta de cuántos gabinetes de gobierno ha cambiado. Y de cuántas se ha salvado que el parlamento –como sucedió con varios de los anteriores– le aplique la vacancia. Cuando están en alas de cucaracha lo que se les ocurre es montar procesos constituyentes para administrar los santos óleos a la Constitución. Como si la Constitución fuera la culpable de los yerros, de los malos gobiernos, de las pésimas actitudes colectivas que conducen a las sociedades al precipicio. Arrinconado por el desorden callejero, eso hizo el anterior mandatario conservador chileno.
Paso inútil, porque las elecciones generales las ganó el radicalismo de izquierda. Los chilenos hasta el día que estalló la crisis habían logrado –con su sistema político, económico y su Constitución–estándares de vida comparables a los europeos. Pero insatisfechos por que no habían alcanzado el utópico equilibrio social se tiraron de bruces a la aventura. Y una inmensa mayoría que fue a votar por “el cambio”, ahora que los grupos izquierdistas que controlan la asamblea han metido en el texto desde lo inconcebible hasta el cambio del himno nacional, lamentándose de su voto, expresan, casi con lágrimas en los ojos, que se arrepienten. Los argentinos bajo la gestión del peronismo –con un moderado índice de recuperación– no han logrado superar la crisis. Sufren de una inflación del 47% anual. Los pleitos internos en el gobierno –por decidir quién manda, si el titular del Ejecutivo o la vicepresidente– no han ayudado. Y podríamos continuar terciando sobre otros experimentos parecidos, incluso del entorno regional. Pero ya se agotó el espacio. Si hubiese moraleja en todo esto sería que una cosa es llegar y otra es manejar la cosa. (Como dirían en los pueblos –repite el Sisimite– “una cosa es verla venir y otra platicar con ella”).