Historias del General Cabañas: Alberto Masferrer

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30 de julio de 2022
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12:46 am
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Historias del General Cabañas: Alberto Masferrer

Nuestros historiadores nada o casi nada saben de Cabañas. El pueblo que llega por la leyenda adonde no alcanza la historia por la investigación, ha idealizado al bizarro guerrero. He aquí lo que el pueblo cuenta:

Cabañas fue el don Quijote de la América. Enamorado de una idea, jamás contó los enemigos, ni sospechó el miedo, ni aquilató el peligro. Derrotado cien veces, volvió siempre a la carga con la misma fe, con el mismo entusiasmo de sus primeras aventuras. No conoció el orgullo: siendo la lucha por sus ideales, allá se iba, lo mismo de Jefe que de soldado, blandiendo el rayo de su espada.

El primero entraba al combate, con su sencillo dormán azul, ondeando la barba de nieve, abrasando a los enemigos con los relámpagos de sus ojos, firme en la silla como un centauro. Se retiraba el último, acribillado a balazos, cuando solo ya en la pelea, notaba que podía caer prisionero.

Muerto, sí; rendido, jamás. Y mientras aquel hombre no cayera de su brioso corcel, y en la mano tuviera su hendiente alfanje, seguro estaba que los vencedores le hicieran suyo. Para eso tenía él aquella maniobra suya que llamaba “romper la línea”. Cosa fácil: romper la línea era, solo o acompañado, retroceder por buen, trecho, hundir las espuelas en el vientre de su caballo, partir como un ciclón sobre los enemigos, abrirse camino a sablazos, saltar por sobre las bayonetas y ya al otro lado volver la cara, saludar con la espada e irse luego a curarse de cinco o seis heridas. Esto era “romper la línea”, y jamás falló en la maniobra.

Cuentan que le vencían siempre. Yendo de jefe, llevaba el su plan, más a las primeras descargas olvidaba su empleo; que su verdadero lugar estaba en lo más fragoso del combate, y allá se entraba hendiendo cráneos y tajando brazos como un Rolando o un Oliveros, cele¬brando los grandes golpes, fueran de amigos o adversarios, saludando a los que de su camino se apartaban, resucitando en plena edad bárbara las nobles hazañas de los siglos caballerescos.

Cosas tenía que hubieran agotado la paciencia de Sancho Panza. Como esta: a su cargo estaba la defensa de La Unión, sobre la cual venía el terrible guerrillero Guardiola. Este era el hombre de las marchas increíbles y de los golpes inesperados. Más en esa ocasión, se hallaba a 20 leguas, y era imposible que atacara antes de 24 horas.

Guardiola hizo la jornada en doce, sorprendió a Cabañas, le destrozó, le puso en fuga y tomó la plaza. A la caída de la tarde iba camino de Conchagua un jinete, solo, cabizbajo, al cansado andar de su caballo que no sentía la presión de la herida. De pronto volvió atrás, llegó a La Unión, pidió ver a Guardiola, diciéndose portador de urgentes noticias, llevárnosle ante un grupo de oficiales que todavía comentaba la reciente victoria, y allí preguntó por el jefe.

— ¿Soy yo? que se ofrece, —¿Me conoce Ud?
— No, ¿quién es?
—^Soy Cabañas.

Y con la respuesta le cruzó el rostro á latigazos. Poco después atravesado por tres balas, el mismo jinete volaba por el camino de Conchagua.

De filo su espada era una hacha; de plano era una maza. En León, después de aquella heroica resistencia de treinta días, cuando agotados los recursos todos no quedaba otro arbitrio que rendirse al sanguinario Malespín. Cabañas, uno de los defensores de la plaza, invito a sus amigos á “romper la línea”. Doscientos aceptaron. Era el intento pasar por sobre las cerradas filas de los sitiadores; pasar, o quedar ahí hasta el último. Más los doscientos eran restos de las falanges morazánicas. Formóse el escuadrón y en él quiso Cabañas ocupar el último sitio para no salvarse sino cuando fueran salvos todos.

El escuadrón rompió como una tromba; muchos pe¬recieron, los más pasaron. Cabañas iba el último, Al llegar frente a la postrera fila de enemigos, su espada iba á caer sobre un sargento que cerraba el paso, más viéndole que se apartaba, el bizarro jinete le saludó y siguió adelante. De súbito sintió un bayonetazo en la espalda. Cabañas volvió la cara, cayó sobre el traidor y le asesto su cintarazo en la cabeza. “Y de aquel golpe me contaba un testigo—, de aquel simple golpe, el sar¬gento cayó muerto sin decir Jesús.

Cabañas, como don Quijote, habría desafiado á un león. No llegó el caso, más no vaciló en desafiar á Carrera que era un tigre. Morazán erraba en el des¬tierro, y el porquerizo daba la ley á Centro América.

¿Quién era el loco que iba a enojarle? Cabañas. Lle¬gado a la Presidencia de Honduras, sin dinero, sin ar¬mas, sin soldados, casi, le declaró la guerra. Pudo ser el obediente vasallo de Carrera, vivir en el poder, hartarse de dinero y de placeres; pero su oficio era desfacer entuertos; Carrera era un follón, un malandrín, y como á tal debía de combatirle, aunque todos los endriagos de la tierra vinieran en su contra.

Y le combatió, sin tregua, sin calcular los resultados, y fue vencido, porque en esta miserable tierra los reveses son el patrimonio de los nobles andantes, y la fortuna se va enamorada tras de los mal nacidos.

Locura fue, más ¿qué diéramos porque tales locuras pudieran repetirse en nuestra historia?

En Grecia hubiera dado origen a la leyenda de los centauros. Tanta era, en verdad, su destreza de cabal¬gador, que aun dudan las buenas gentes sobre si no era un don diabólico aquél su compañero que de tan gran¬des peligros le salvaba. Fue en Masaguara, donde se libró el último combate contra las huestes de Carrera. La batalla se dio en una meseta cortada por hondo barranco. Cuando nuestro paladín notó su derrota, unos pocos le acompañaban, y toda esperanza de fuga parecía imposible. De un lado la masa de enemigos, del otro, la hondonada infranqueable.

Cabañas se acercó al foso, lo midió de un vistazo, y luego, con la espada en la vaina, como en actitud de rendirse encaminóse al paso hacia los contrarios. Estos, seguros de que iba a darse prisionero, le dejaron hacer: más de pronto^ veloz como una exhalación. Cabañas volvió la cara, devoró el espacio que le separaba del barranco y se lanzó en éste, y un instante después, cuando los vencedores, no repuestos aun de su sorpresa, se encaminaban a ver al que juzgaran despedazado en la caída, Cabañas, soberbio, sonriendo altivamente, subía a escape la pendiente opuesta, y al llegar a la cima les saludaba con su sombrero de anchas alas, y luego se perdía en la llanura, corriendo como una centella.

Jamás derramó sangre sino en el combate; pudo ser opulento, y vivió pobre; pudo ser poderoso, y prefirió el destierro, y nunca, nunca jamás ni la sombra de una deslealtad manchó su pensamiento.

En la devoción por sus ideales, un don Quijote; en el arrojo y gallardía, un Murat; en la pureza de su vida, un Bayardo.

Es, en verdad, el caballero sin miedo y sin tacha de nuestra historia”.

(Tomado de El Diario Periódico Industrial y Noticioso; Año II, Número 421, 27 de febrero de 1899) (Colaboración de José Luis Núñez Benett)

 

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