CONTRA LA DESILUSIÓN

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12 de febrero de 2023
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12:34 am
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CONTRA LA DESILUSIÓN

TODOS los seres humanos racionales experimentamos momentos de estudio, trabajo, dicha, fatiga, reflexión, culminación, reveses normales y, por ende, más de alguna desilusión inusual, según sean las circunstancias individuales y sociales de cada cual. Pero una cosa es la experiencia individual más o menos aislada y otra cosa muy distinta son las vicisitudes colectivas. Especialmente cuando se trata de la historia zigzagueante de una nación en particular.

Los pueblos, a pesar de todos los reveses económicos, las guerras y los siniestros naturales, siempre guardan en sus imaginarios colectivos la esperanza que bien pueden escenificarse situaciones mejores en el porvenir. Sea éste lejano o cercano. O, frente a los bajos estándares estructurales relacionados con los precarios niveles de vida, custodian en sus memorias orales y en sus nichos colectivos muchas veces de manera impresa, las historias y leyendas de los tiempos refulgentes de un pasado ya remoto. Se repite, normalmente, “bueno, es que por ahora nos va mal; pero hubo un tiempo en que desfilaban, por los escenarios de la patria, grandes próceres, estadistas, oradores, prosistas y poetas que le daban realce a la nación.” Comentarios análogos se ventilan en casi todas las civilizaciones y culturas que añoran un pasado glorioso.

En Honduras y demás países del istmo centroamericano, solemos remitirnos a los tiempos de la “Independencia” y del proceso de construcción de la “República Federal de Centro América”. Pero ubicándonos mentalmente en los finales del siglo diecinueve siempre mencionamos, además (sobre todos los hondureños), el proceso de reforma liberal romántico-positivista que intentó organizar y legitimar las estructuras del Estado nacional, tratando de insertar al país en el mercado mundial, ya fuera por la vía de la pequeña producción cafetalera; o retomando la vieja explotación minera con tecnologías más propias de la modernidad. De hecho esto último fue lo que realmente aconteció, en tanto que la producción y exportación del café a gran escala, en manos de hondureños, sólo fue posible a partir de la década del setenta del siglo veinte. Así que también hemos experimentado, en los últimos cincuenta años, la bonanza cafetalera, con sus altos y sus bajos, según las posibilidades productivas y logísticas del país, a veces con problemas de mano de obra.

Los trabajadores organizados, por su parte, recuerdan los tiempos gloriosos de “la gran huelga bananera” en la zona norte de Honduras, y luego se mencionan, en Tegucigalpa, los movimientos estudiantiles embrionarios de mediados de la década del cincuenta, conectados con aquel acontecimiento, aun cuando de hecho tales movimientos juveniles crecieron hasta los años setenta y decayeron en las fechas subsiguientes.

Sea como fuere, hay motivos de orgullo para sentirse hondureños, incluso en momentos de grave desencanto en que el nombre de Honduras pareciera opacarse frente al concierto de las naciones. Pero la verdad es que otros países de diversas latitudes y longitudes también atraviesan, en la actualidad, circunstancias análogas a la nuestra, en que pareciera penetrarse en callejones sin salida. Es evidente, en el terreno de los hechos, que la mayoría de nuestros paisanos se encuentra en un estado de desilusión como pocas veces ha ocurrido en el lapso de la historia republicana. Y que los amigos extranjeros poco hacen por ayudarnos en lo referente a un proceso profundo y sostenido de recuperación económica; lo mismo que para levantar los ánimos y el nombre de Honduras. (Existen, por supuesto, excepciones de la regla).

En un futuro, tal vez lejano, las nuevas generaciones, con mayor sabiduría que nosotros, podrán identificar a las personas que en este preciso momento histórico, y a pesar de todos los pesares, hicieron aportes materiales, espirituales y científicos con el objeto de mejorar la autoestima social y engrandecer el nombre de nuestro país.

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