Juan Ramón Martínez
El tono de la voz es firme. Y la información, terrible: “Juan acaba de morir”. Es María Luisa, su única hermana. Me preparo para ir al médico y siento dolores físicos; pero la noticia cambia el eje de mi sensibilidad. La muerte, que siempre es una emboscada, por más que lo disimulemos, me da en el centro de mis emociones y estremece mis recuerdos. Conocí a Juan Fernando Ávila, desde mis primeros años escolares. Dos años mayor que él, vivíamos a menos de cien metros, en la calle La Unión, Olanchito. Sus padres eran mis padrinos. Sin embargo, solo reparé en él, hasta que ingresamos al Instituto Francisco J. Mejía. No recuerdo en qué momento hablamos por primera vez. En el barrio le decían cariñosamente “Juaniquillo”, un diminutivo que nadie más, ha usado en el mundo de juanes, en que me he movido. Pero lo recuerdo: alto, robusto, 1.88 con tez más clara que la mayoría, frente espaciosa, pelo crespo castaño, nariz bien formada, boca fina y ojos claros, tirando a suaves azules. Elegante, de paso firme, tranquilo y sereno, miraba a todo el mundo de frente, seguro de sí mismo. En una primera impresión, -en una sociedad de gente tímida que ha aprendido a disimularlo-, la postura, los gestos, la forma de mover las manos; y el tono de su voz, lo hacía lucir como un joven arrogante. Pero no era tal. Como todos, era él, dos hombres simultáneos; y en el fondo, en la idea de Borges, un universal que representaba, a todos los hombres. En los actos culturales, destacaba, por su afición musical. Cantaba muy bien, tenía oído musical; y admiraba a los roqueros mexicanos, especialmente a Alberto Vásquez, con el cual tenía cierto parecido; y creo que en el fondo quería ser, exitoso cantante. Rotos los primeros impedimentos, Juan Fernando, hábil conversador, administrador de recuerdos que, contrario a otros, cada vez que los contaba, en vez de perderlos, los multiplicaba como Jesús los panes y los peces, entró en mi vida.
Dos años después de iniciada nuestra amistad, la música perdió el sentido de urgencia inicial. Se volcó a la literatura, en donde espigó exitosamente: escribía muy bien, era minucioso en el relato, quería y lograba construir historias redondas en donde los personajes eran libres, únicos, singulares; y, en ningún momento, objeto de burla, discriminación o descalificación. Era un narrador que sabiéndolo todo, disimulaba su presencia, y presentaba las historias como que quien las escribía fuera un desconocido absoluto. Descubrió en sus coterráneos, personajes de una novela sin final. Y dedicó su mejor libro a forjar una fotografía precisa de los más disímiles personajes de una ciudad, hermosa, rica, fabulosa, por su habilidad para usar la palabra para disimular sus sentimientos; y jugar con las anécdotas. Nunca descalificó a sus personajes, no solo los respetó -nunca hizo burlas- dándoles a cada uno, una dignidad que honra sus testimonios fotográficos sobre personajes inolvidables, resaltando facetas que normalmente pasamos por alto al escribir. O algunos caen en la tentación de ejercer la culpable burla, ridiculizándolos; o mostrándolos en sus lados menos favorables. El en cambio, los elevó, honrándolos como testimonio de una novela viva, que se insinúa cada vez que se lee su mejor libro, “Tierra Natal”.
Quiso estudiar derecho. En México se hizo odontólogo. En 1975, me atendió en su consultorio en Tegucigalpa. Después, se estableció en Olanchito, porque no podía vivir sin la ciudad natal y su gente, con la que mantuvo una ambigua relación. Él la amaba como nadie; pero exigente, reclamaba que ella hiciera lo mismo. La ciudad escondió sus afectos, para probar la valía de su hijo. Y los dos jugaron a los espejos, escondiéndose. Por ello, no lo hicieron diputado; ni alcalde, mientras otros menos dotados, ocuparon los espacios de servicio. Honduras lo aprovechó mejor: durante siete meses fue viceministro de Cultura. La ministra, resentía su talento; pero Juan Fernando, lo hizo bien.
Fue columnista en LA TRIBUNA y siempre estuvo listo a colaborar con la cultura local. Deja en la “Casa de la Cultura”, todos los libros de los escritores de Olanchito, y en las calles, el eco de sus pasos firmes y su voz de tenor. Risueño y orgulloso. Hábil contador de bellas historias. Nos hará mucha falta. Especialmente a mí.