Ramírez el memorioso, autor de “Ese soy yo”
¿Vuelven los oscuros malandrines del 80?
Por: Óscar Armando Valladares
Evocar con buena memoria acontecimientos del entorno patrio y citadino, resulta placentero tanto para el que los narra como para quienes aprovechan su lectura, incluso cuando la forma expositiva no denote forzosamente rigor histórico. De ese grado de utilidad y deleite, es la producción intelectual del veterano periodista Mario Hernán Ramírez, quien, por la cuesta empinada del autodidactismo y la apoyatura de Elsa, su esposa, ha dado a luz un manojo de libros, algunos de los cuales nos hacen revivir días de infancia y juventud, recrear personajes y lugares, traer -como en un film en blanco y negro- pasajes risueños y nostálgicos, “resucitar” los rostros de nuestros mayores.
En su último trabajo autobiográfico, aparte de otros temas recordativos -que gusta entramar en documentado revoltillo-, centra Mario sus impresiones, gratas e ingratas, en dos años de reclusión en un establecimiento reformativo. Con el título “Ese soy yo, historia de la vida real”, refiere cómo a los 13 años pasó a formar parte, en condición de alumno, de la Escuela Vocacional Marcos Carías Reyes, anexa a la Penitenciaría Central y, cómo esta funcionaba bajo disciplina militar, del modo y moda con que regía los destinos del país el General Tiburcio Carías Andino. Ilustra el libro una estampa fotográfica, con parte de los 500 escolares que, en posición de firmes, estaban prestos a engrosar el desfile del 15 de septiembre de 1948, desconociéndose si entre ellos iba Ramírez con uniforme y corbata cafés, calzado negro y birrete al uso sobre el pelo rebelde.
Además de las clases -impartidas del primero al quinto grado y del primero al tercer curso-, el autor pasa revista – entre otras cuestiones- a los castigos de que eran blanco a manos de los sargentos -“que siendo compañeros eran a la vez verdugos”-. A hincarlos sobre esquirlas, le llamaban “la escoria”; otro correctivo, “la cheja”, consistía en permanecer de pie durante dos o tres días, en un antro en que solo cabía una persona, por lo que al terminar la pena
-con las piernas inflamadas- “no se podía dar paso”. La “ranita” comportaba caminar acuclillado con un fusil bajo las rodillas, “hasta caer agotados”. En “la calera” -un sótano a oscuras-, el penitente aguantaba toda clase de bichos e inmundicias y, en la “cuadra”, la víctima era “merecedora” de veinte a treinta azotes.
Similares vejámenes “o acaso más crueles” -añade el recio cronista y comunicador social- eran aplicados a los prisioneros e indiscriminadamente a los mismos soldados. Entre los personajes que vio en la PC, dos nombres singularizo: el presidiario Salomón Sanabria y el “general” Víctor Carías Lindo: el primero, un excapitán de malas pulgas, el que al recobrar su libertad compuso el libro La cárcel y mis carceleros; el segundo, amo y señor del reclusorio acuartelado, “vil monstruo, escribió Sanabria, que latigando a sus verdugos, les hacia latigar”. Al cesar este en sus funciones, le reemplazó -con un comportamiento menos severo- el coronel Juan B. Alemán, y no Juan Blas Aguilar como dije en artículo anterior.
La transición gubernativa -de Carías Andino a Juan Manuel Gálvez, en 1949-, provocó prácticamente la desaparición de la Escuela Vocacional, y aunque el subdirector del centro, Fausto Lara, rogaba a los alumnos que no se fueran…, todos decidimos volver a la libertad…, de esa manera, la escuela se extinguió. Adiciona el amigo Ramírez que en la Policía Nacional “funcionó una escuela similar a la de la PC”, que igualmente “desapareció”. De estos cierres, el autor piensa que de no haberse producido, “Honduras no se viera envuelta en problemas como las maras”, que “reclutan jovencitos para entrenarlos en el camino del mal”.
Próximo a cumplir noventa años, puede con entera razón sostener Mario Hernán Ramírez, que ha vivido a plenitud; que con su voz y disciplina empujó el velamen del periodismo radiofónico, destacó como maestro de ceremonias, sostuvo con justo celo la obra e imagen de Juan Ramón Molina, recibió meritorios homenajes, y pese a padecimientos y dolencias ha sabido andar por lo derecho, pues si es cierto -dice él- que como humano pequé más de alguna vez “a estas alturas de mi existencia, mediante el arrepentimiento, posiblemente he encontrado el perdón divino”. Y por qué no, si “los de limpio corazón”, gozan de la bienaventuranza del Altísimo.
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