NO son muchos los que saben, en fechas actuales, que el cultivo de la caña de azúcar y su respectiva producción de miel, con sus dulces y panelas, se remonta a los tiempos coloniales, en países mestizos como México, Colombia, Honduras y otros pueblos latinoamericanos. Desde luego que esta tradición vino originariamente de España, sobre todo en lo que respecta a los trapiches en los cuales se exprimía la caña de azúcar con el objeto preciso de extraerle el jugo y producir la miel y sus derivados.
El trapiche tradicional era un instrumento artesanal fabricado con tres gruesos rodos de madera dura (de guanacaste podría ser), ensamblados sobre un artefacto rectangular en torno del cual se movía una yunta de bueyes, dando vueltas casi interminables. Cada rodo tenía un engranaje de dientes, también de madera, en donde dos operarios introducían, de un lado hacia el otro, tres o cuatro cañas que eran molidas varias veces hasta extraerles todo el jugo posible, recogido, a nivel del suelo, por una especie de canoa colocada debajo del trapiche. Luego los caldos fríos eran trasladados a unos recipientes de metal, de tamaño gigantesco, en donde se cocían a fuego lento hasta convertirse en miel, la cual, a su vez, se chorreaba, manualmente, sobre unos pequeños moldes redondos o cuadrados que se convertían en panelas o “rapaduras de dulce”, como se les dice todavía en ciertos pueblos del interior de Honduras.
La cultura más o menos olvidada del antiguo trapiche comenzó a funcionar cerca de los pueblos mineros y en los hatos ganaderos. Vale aclarar que existía otro tipo de trapiche, diferente al anterior, en donde se procesaba el oro y la plata. Pero casi todo esto pareciera haberse extinguido en el paisaje hondureño. Hace unas pocas décadas aún subsistían trapiches tradicionales, incluso en Tegucigalpa, que molían caña de azúcar. La fuerza motriz de todo el aparato era una yunta de bueyes atados a una palanca horizontal que movía los tres rodos del artefacto. Detrás de los bueyes caminaba un hombre joven conocido como “tayacán”, con una vara puyuda en la mano.
Cuando hablamos de la cultura productiva del trapiche, es que varias personas participaban en el proceso que culminaba en “la zafra”. Primero había que sembrar los cañaverales, fueran grandes, medianos o pequeños. Después había que cosechar la caña, recogerla y trasladarla hasta los alrededores de la molienda, lugar en donde se instalaban los artefactos del trapiche. Al final se faenaba, aproximadamente, durante tres días y tres noches, hasta producir y guardar las panelas o “rapaduras de dulce”. En medio de las labores participaba el dueño de la molienda que podía ser un hacendado o un campesino rico; dos moledores de caña; el tayacán y los dos encargados de cocinar la miel y preparar los derivados. En aquellas noches fatigosas se conversaba en torno de todos los temas posibles, relacionados con el trabajo, el amor, las leyendas, el desamor, las bebidas alcohólicas, las fiestas locales, los duelos y los chistes comunitarios. Por último el dueño de la molienda empaquetaba las panelas en unos matates, los montaba en una carreta y vendía el producto al por mayor en el pueblo más cercano.
Poco a poco el trapiche tradicional fue sustituido por el trapiche de metal, siempre movido, a mayor velocidad, por una yunta de bueyes. Más tarde llegaron los trapiches de motor eléctrico, que todavía funcionan en los ingenios azucareros. No de hacendados sino de empresarios modernos. Así que los modelos de trapiches que han existido, en el curso de la historia hispanoamericana, son varios. Desde los más simples hasta los más sofisticados.
En los mercados populares de las ciudades principales de Honduras todavía se pueden conseguir las “rapaduras de dulce” y “los batidos”. Ello significa que los trapiches subsisten en ciertos pueblos del interior del país.