Esperanza para los hondureños
Por: Héctor A. Martínez
Levantar la economía de un país empobrecido exige capacidad de mando, un buen equipo de asesores, y un poco de patriotismo. Hoy en día, sin embargo, resulta más fácil para un gobierno latinoamericano, concentrar el poder por la vía del populismo, que entrarle al juego de crear prosperidad por la vía del capitalismo. Es decir, la economía lo define todo. Sin un verdadero plan de generación de riqueza, ningún país puede salir de la miseria que lo abate. Aquel impactante eslogan de James Carville, utilizado en la campaña de Bill Clinton en 1992: “¡La economía, estúpido!”, avala lo que decimos.
Pero, antes de entrarle al tema de reestructurar las condiciones económicas, debemos entender que la globalización es un gigante contra el cual, poco o nada podemos hacer, salvo que exista un orden mundial paralelo que modifique las reglas del juego. En otras palabras, como bien lo describe Zygmunt Bauman en casi todas sus obras sobre el comportamiento “líquido” de la economía y la política, son las grandes transnacionales y el capital financiero los que determinan los lugares del planeta donde se invertirá la plata para aprovechar las economías de escala y las ventajas comparativas de un país. Eso ha impactado en la capacidad del Estado y de la política nacional para decidir los destinos económicos de las sociedades, en vista que los grandes “holdings” son los que ponen las condiciones para invertir en un país. De los gobiernos depende, facilitar esas condiciones.
Pues bien: si esto es así, no nos queda de otra que apegarnos a las reglas del juego, a menos que decidamos marginarnos del resto del mundo -como parece ser el rumbo que estamos tomando-, y creer que la dignidad nacional es primero antes que permitir las estipulaciones de los capitalistas globales. Lo que quiero decir es que si tomamos un camino más “patriota”, entonces, midamos las consecuencias del atrevimiento. O hablemos claro sobre el verdadero camino que se pretende tomar.
Pero no nos podemos quedar de brazos cruzados, peleándonos contra toda “amenaza” capitalista, solo para satisfacer el ego ideológico de un grupo cercano al partido de Gobierno. Es decir, tenemos que generar riqueza lo más rápido posible, lo cual exige mucha voluntad política, una buena coordinación interinstitucional, y una sólida alianza entre el sector privado y el Estado. Solo de esa manera podremos insertarnos a las cadenas de valor mundiales con un alto espíritu de competitividad, y gozar de los beneficios que ofrece la globalización a los países inteligentes.
Buscar chivos expiatorios del fracaso económico, mientras la agenda se limita a los repetitivos discursos, señalamientos y recriminaciones al sector privado, no hace más que entorpecer el tránsito hacia el progreso económico, mientras se obstruyen los esfuerzos institucionales en la búsqueda de soluciones a los grandes problemas del país. Atizar el fuego del divisionismo sectorial contribuye a desdibujar cualquier intento por levantar nuestra exangüe economía nacional.
Los cambios -necesarios por cierto- son molestos para algunos, sobre todo si se reforman las estructuras fiscales, o se meten las tijeras a las mercedes dispensadas tradicionalmente por el Estado a sus eternos amigotes, pero el conflicto debe ser la consideración última en cualquier proyecto nacional de desarrollo económico. La negociación mediante el diálogo civilizado permite limar las asperezas del pasado, mientras las posturas extremas rompen cualquier posibilidad de convenir en lo que sea útil para los diferentes sectores, incluyendo, desde luego, a los ciudadanos. No hablamos de arreglos bajo la mesa, sino de responsabilidades compartidas.
El mundo ya no es lo que solía ser hace diez y más años, mis amigos bisoños en política económica. Los gobiernos nacionales ya no tienen la capacidad de decisión del pasado cuando elegían hacia dónde querían ir, mientras disponían de grandes recursos para repartir a manos llenas. Por eso hoy prefieren concentrar el poder antes que comenzar a transitar un camino para el que no tienen, ni la voluntad para andarlo, ni la inteligencia suficiente para sortear los baches coyunturales que se presentarán de inicio a fin.
(Sociólogo)