Cuento: El muchacho que tenía madera de presidente

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19 de marzo de 2023
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12:28 am
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Cuento: El muchacho que tenía madera de presidente

Por: Kalton Bruhl

Comenzó como una leve molestia en el oído. Como una pequeña comezón. Me rascaba el conducto auditivo con el dedo meñique y el alivio me duraba el resto del día. Una noche me pareció sentir que algo se movía. De pronto recordé todos esos vídeos de personas a las cuales les extraen de los oídos insectos adultos. Lo imaginé todo. La cucaracha grávida que había desovado en mi oreja y las cucarachas bebés que emergían del huevo comunitario y se aferraban a mi tímpano con sus patitas débiles y traslúcidas. Empecé a temblar, presa del pánico y del asco. Conduje hasta la sala de emergencias. El médico tuvo que administrarme un calmante. Unos minutos después me mostró la pinza que había utilizado durante la intervención. No era una cucaracha como me temía. Era una pequeña viruta de madera. Sonreí, lleno de alivio. Por supuesto que no me explicaba cómo había llegado la madera hasta allí. La verdad tampoco me interesaba. Era suficiente con saber que mis oídos no se habían convertido en una guardería para cucarachas. Habría olvidado todo el asunto si unos días después no hubiera encontrado un pequeño volcán de polvillo amarillento sobre la almohada. Tenía la apariencia de la fécula de maíz. Tomé una pizca con los dedos y me lo acerqué a la nariz. Tenía un leve aroma a madera. Miré hacia el cielo falso. Evidentemente era de fibrocemento. No pude encontrar su origen, así que me limité a sacudir la almohada. Se me hacía tarde para llegar a mi trabajo en la universidad. A partir de entonces volví a encontrar el polvillo con cierta regularidad. Tomé una muestra y la llevé al laboratorio de la universidad. Cuando me entregaron los resultados confirmé mis sospechas. Se trataba de aserrín. Sin embargo, me dijeron, no provenía de un solo de tipo de madera. Me recomendaron llevar una muestra a la facultad de biología. Allí podrían darme más detalles. Un par de semanas después recibí el informe. Setenta por ciento Pinus pseudostrobus, veinte y ocho por ciento Pinus cembra, dos por ciento Pinus nigra. Es una mezcla extraña, dijo el encargado del laboratorio. Le pedí que se explicara. Es una composición de pino americano, pino del centro de Europa y pino africano. Esas palabras resonaron en mi cabeza. En algún otro lugar había leído esas mismas proporciones. Cuando llegué a la oficina, lo recordé. Hacía unos meses había comprado un kit de mapeo de ADN. Busqué el correo electrónico con mis resultados. Era sospechosamente parecido. Los mismos porcentajes y las mismas regiones. Por alguna razón recordé los regaños de mi madre cuando no lograba memorizar las tablas de multiplicar. Tienes la cabeza llena de aserrín, me decía. Era algo absurdo, pero incliné la cabeza hacía el lado izquierdo y me di unos golpes con el canto de la mano en la sien derecha. Sentí cómo el aserrín caía por la oreja izquierda. Repetí el ejercicio inclinando la cabeza hacia el otro lado. El aserrín cayó por la oreja derecha. No podía creerlo. A pesar de lo que me decía mi madre, siempre me he considerado una persona inteligente. Soy catedrático de ciencias políticas en la universidad estatal, he publicado una docena de libros y he sido asesor de varios presidentes. Algún cínico y envidioso podría decirme que solo había que ver el estado de la educación superior o, en general, el estado del país. Me estaba deprimiendo. Primero porque a ningún hijo le gusta aceptar que su madre ha estado siempre en lo cierto. Y, en segundo lugar, y esto era lo que más me abatía, era el hecho de que el aserrín proviniera solo de pinos. De alguna forma hubiera preferido que fuera de maderas más nobles como el sándalo, el laurel o el cedro. Eso me hubiera confortado un poco. Estaba todavía digiriendo la idea cuando sonó mi celular. Esa noche había una reunión urgente de gabinete en el palacio presidencial. Cuando nos ocurre algo especial, algo maravilloso que nos vuelve únicos, nos volvemos egoístas y deseamos con todas nuestras fuerzas que nadie más experimente nuestro gozo. Pero cuando se trata de algo malo nos consolamos pensando que podría sucederle a cualquiera. Otra vez escuché las palabras de mi madre. Mal de muchos, consuelo de tontos, me decía. Me importaba un pepino la sabiduría de mi madre. Tenía que saber si no era el único. Antes de llegar a la reunión pasé por una tienda de animales exóticos y compré varias termitas. Las metí en una cajita plástica y las guardé en el bolsillo de mi saco. En medio de la sesión, cuando discutíamos la viabilidad de varios proyectos, dejé escapar, con disimulo, las termitas sobre la mesa. Bien podría haber dejado escapar a un león hambriento. Estoy seguro de que la reacción hubiera sido la misma. Los ministros y asesores se levantaron de golpe de sus sillas y corrieron a pegarse de espaldas a las paredes. ¿Qué sucede?, preguntó el presidente. Termitas, le respondió el ministro del Interior con el mismo tono de pavor con que hubiera pronunciado el nombre del más terrible de los demonios. El presidente palideció y sufrió un desmayo. El escándalo duró más de dos horas. El ministro de Seguridad hablaba de una tentativa de magnicidio. Yo estaba aliviado al comprobar que no era el único que tenía la cabeza llena de aserrín, pero bastante asustado al pensar que podrían descubrir que yo había llevado las termitas. Seguro revisan las cámaras, me martirizaba. Repasé mis acciones. Lo cierto es que había sido bastante cuidadoso. Tenía las termitas en el cuenco de la mano y las había soltado cuando fingí tomar un vaso. Procuré calmarme. Era difícil que me descubrieran. Uno de los miembros de la seguridad presidencial se presentó en el salón. Nos informó que la sesión no se reanudaría, pero que debido a la gravedad de los acontecimientos seríamos escoltados a nuestras casas. Generalmente conduzco mi vehículo, pero esa noche nos pidieron que lleváramos un conductor. Otro auto nos seguiría durante el trayecto. Miré mis manos. Todavía temblaban. Necesitaba tranquilizarme y se me ocurrió que una buena forma de hacerlo sería conversando con el conductor. Realmente me sorprendió. Era un prodigio a la hora de hilvanar disparates. Cada uno de sus razonamientos era más estúpido que el anterior. Podía imaginarme el aserrín saliendo a chorros por sus orejas. Sin que pudiera evitarlo empecé a reír. La frase nunca había sido tan cierta. El muchacho tenía madera para presidente.

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