Clave de SOL: Fugacidad y equilibrio

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28 de mayo de 2023
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12:03 am
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Clave de SOL: Fugacidad y equilibrio

Por: Segisfredo Infante

Este es un debate escenificado en los albores del pensamiento griego, más o menos autónomo respecto del viejo politeísmo. Por un lado unos poquísimos pensadores trataban de encontrar una explicación racional del “Ser”, mediante la asunción de principios sintéticos de unas cosas compactas que debieran estabilizarse en todo el Universo real por aquel entonces conocido, a fin de encauzar, filosófica y científicamente, los sucesos cosmológicos y humanos de cada día. Otros pensadores heterodoxos, en cambio, percibían sensorialmente la fluidez reiterada del mundo, metaforizándola con un río que nunca se detiene. Jamás utilizaron la figura de una enorme laguna con aguas estancadas en humedales, sino la imagen de la fluidez de un río.

Con el poeta Hesíodo (un poco antes de los filósofos) comenzó la pugna de la idea del cosmos enfrentando y reorganizando el caos, de tal modo que “cosmos” y “caos” se convirtieron en dos fenómenos opuestos de la existencia en general, pero también de la vida social de las comunidades griegas civilizadas. En el “Génesis” bíblico se alude, con lenguaje religioso, o teológico, la oposición de la luz y las tinieblas, fenómeno que aún persiste en las investigaciones científicas actuales.

Los pensadores que andaban detrás de la búsqueda del “Ser” y de la ciencia, se identificaron plenamente con la idea de un cosmos ordenado, armonioso y compacto, único posible desde aquella antigua perspectiva filosófica. Los demás, cruzando el camino intermedio de los “accidentes” sentaron las bases, tal vez sin proponérselo, de la retórica de los sofistas posteriores, al decidir identificarse con la fugacidad “acuosa” de los entes inanimados y de la vida humana. Esta segunda postura consiguió (y sigue consiguiendo) más adeptos en los ámbitos de la oratoria y de la poesía, porque de repente es más rica en imaginería que aquella idea del equilibrio prolongado del Universo.

Aristóteles, hasta cierto punto heredero de Parménides, reargumentó, con una lógica impecable para su época, que las cosas fugaces que duran muy poco tiempo, son “accidentes” o “modos del ser”, que resultan inclasificables desde el punto de vista categorial y estrictamente científico. Para que algo se convierta en ciencia, desde el ángulo aristotélico, debe ser estable o cuando menos recurrente, atrapable en conceptos generales o particulares, según sea cada género y especie. O cuando menos debe ser constante para insinuarlo en términos modernos. Si traemos un ejemplo actual diremos que la velocidad de la luz es constante, en cualquier lugar vacío y razonable del Universo. (No tengo la menor idea de lo que podría ocurrir a lo interno de un agujero negro).

Luego jamás cosecharíamos ciencia médica si la enfermedad de cada individuo fuera absolutamente diferente en relación con las enfermedades de los demás. Ni siquiera se crearían vacunas válidas para el mayor porcentaje de seres humanos y de otras especies domésticas o salvajes. Aristóteles jamás negó el movimiento de los seres animados e inanimados del mundo conocido, ya fuera, tal movimiento, parte inherente del “Ser” o de las accidentalidades fugaces derivadas del “Ser”. Lo que sí sostuvo, como primer principio y como causa final, fue la idea de un “motor inmóvil” que desencadenaba o sostenía la circulación del Universo inmediato. Esta propuesta era subyacente, o indirecta, en otros pensadores griegos. Incluso la idea originaria de atrapar las cosas mediante conceptos o definiciones generales, fue de Sócrates y Platón. Pero le tocó el turno al señor Aristóteles de identificar, clasificar y sistematizar, en un nivel más alto, aquel grandioso proyecto intelectual, que ha servido a generaciones de filósofos, teólogos, científicos y expertos del lenguaje en el curso de varias civilizaciones. Nadie, en su sano juicio, desvirtuaría el papel de la lógica aristotélica (y de la consecuente lógica formal) en la construcción de pensamiento riguroso y de las investigaciones científicas, hayan sido medievales, modernas o contemporáneas. Inclusive posmodernas. Lo único que queda a los pensadores sensatos es enriquecer la lógica misma, tal como lo hizo Kurt Gödel, con sus famosos teoremas filosófico-matemáticos, y el grupo paralelo que vino a desarrollar la lógica polivalente que hemos insinuado en otros artículos.

Es normal que el mundo inmediato lo percibamos como algo fugaz, inestable o doloroso por medio de los cinco sentidos, y que cause desazón en nuestros corazones individuales; transitorios. Pero un pequeño porcentaje de filósofos antiguos intuyó que los cinco sentidos pueden engañarnos en los campos de la realidad real. Por ejemplo, es imposible que el ojo humano perciba, a simple vista, todo el amplio espectro cromático de la luz. Tampoco podemos detectar con los dedos las hélices genéticas que se esconden en las células y que han perdurado, con cierta estabilidad, durante decenas y centenas de miles de años. Este pensamiento filosófico anticipatorio ha sido confirmado por la ciencia moderna. Que conste, queda muchísimo por decir y aclarar.

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