HUBO una vez que Honduras semejaba un paraíso terrenal, lleno de milpas, frijolares, huertas, arrozales, algodonales, sandiales, bosques frondosos y árboles frutales de toda especie. Hasta los campesinos pobres poseían un caballo y un par de vaquitas en sus solares. Suficiente motivo para que estudiemos, en forma desprejuiciada, las cosas buenas, excelentes y malas que hicieron nuestros abuelos, al grado que a los visitantes extranjeros nuestro terruño les provocaba, en el pasado, una gran inspiración.
A pesar de las múltiples montoneras fratricidas escenificadas en toda América Central durante el siglo diecinueve y buena parte del veinte, en Honduras los visitantes y los inversionistas extranjeros deseaban quedarse a vivir por siempre. E incluso mestizarse con familias hondureñas. Los ejemplos al respecto, tanto en la costa norte como en las llanuras del sur, se pueden constatar con nombres y apellidos. No digamos en puntos de tránsito como Amapala y Ocotepeque, en donde hasta se observó la presencia de chinos y japoneses, venidos del Lejano Oriente.
Nuestros abuelos, de ambos sexos, eran madrugadores y diligentes. Muy ponderados en las formas de hablar. Todos, sin excepción, poseían un pequeño lote de tierra privada en donde cultivaban sus “cusules”, es decir, pequeños solares en torno de sus ranchos y casas de adobe o bahareque, con los que lograban sortear las temporadas de escasez de granos y comprar las “mudadas” respectivas del “Día de la Madre”, “Quince de Septiembre” y “Navidad”. Aunque se habían desarticulado las productivas cofradías católicas de finales del siglo diecinueve, con el fin de enriquecer a unos pocos mayormente improductivos, las personas humildes continuaron con sus pequeñas labranzas. O trabajando a destajo en los potreros de los nuevos hacendados.
Al margen de las pestes como “el cólera” y la mal llamada “gripe española”, en Honduras casi nadie emigraba ni tampoco se padecía de hambre. La movilidad social y demográfica era hacia adentro del país, sobre todo hacia la costa norte, en donde el enclave bananero ofrecía oportunidades a la oferta de mano de obra flotante. También había “chance” de conseguir trabajo durante las cosechas de maíz, arroz y algodón, y en los todavía pequeños emporios de caficultura. Es más, Honduras recibió grandes oleadas de inmigrantes salvadoreños que también lograron colocarse en áreas productivas rurales, sin excluir los tinglados comerciales.
Aunque había pocos libros y bibliotecas en el país, los maestros “empíricos”, por regla general, eran buenos. Ya que por lo menos recibían actualizaciones en la Escuela Normal “Villa Ahumada” de Danlí, El Paraíso. Por otro lado, nuestros abuelos reunían por las tardes y las noches a sus hijos, nietos y parientes, alrededor de un hogar encendido, o a la luz de un candil, con el fin de transmitirles buenas costumbres o las tradiciones orales que habían venido cosechándose de generación en generación.
Ellos y ellas enseñaban a saludar a los menores de la familia con las manos juntas, en señal de respeto a los mayores, con el consabido “buenos días le dé Dios”. Los piropos a las muchachas eran los más lindos e ingenuos del mundo. Era muy difícil que de la boca de una mujer, de cualquier edad, saliera una expresión grosera contra nadie. Los jóvenes varones se lo pensaban muchas veces antes de proferir una palabrota porque de inmediato salía, como de la nada, el “revesazo” de una matrona airada.
Pero algo se torció en nuestro camino que debiéramos indagar, incluyendo lo del derecho a poseer bienes que a nadie afectan. Pues incluso el tema de la propiedad privada, con el fin de sortear las hambrunas, debe permanecer intacto, ya que hasta en los países que han practicado el llamado “socialismo real”, llegaron a la conclusión final que la propiedad privada de la tierra es un incentivo concreto para mantener los niveles de producción de la canasta básica, indispensable en los mercados rurales y urbanos.