LETRAS LIBERTARIAS: El último fortín de la democracia

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24 de junio de 2023
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12:03 am
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LETRAS LIBERTARIAS: El último fortín de la democracia

Esperanza para los hondureños

Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)

Los medios de comunicación de masas representan el último bastión en la defensa de la democracia. Que Daniel Ortega haya encarcelado y expatriado a periodistas que critican sus conductas autocráticas, representa un zarpazo de enormes consecuencias para la libertad de expresión en América Latina, por el mal ejemplo que tienta a otros a imitar las mismas tropelías del otrora “luchador” contra la dictadura somocista.

Esta manía absolutista no es nada nueva, por supuesto. Los nazis y los partidos comunistas, enemigos acérrimos de la democracia liberal, fueron los primeros en abolir cualquier publicación mediática que no se sujetaba a sus propósitos totalitarios. Desde aquellos aciagos días, el monopolio de la información se ha convertido en la presea más apetecida por los gobiernos que detestan ese pilar fundamental de la democracia, que es la libertad de expresión, por considerar que representa un valladar para el alcance de los objetivos estratégicos del poder.

No olvidemos que todo acto emanado desde un gobierno es una forma de comunicación que se establece a través de un mensaje oficial que busca, entre otras cosas, aceptación unánime y opinión pública favorable, aunque no muestre su verdadera cara. Cada mensaje debe ser interpretado, utilizando un medio que lo filtre para que las audiencias los conozcan en su esencia primordial. A partir de este punto intervienen los medios de comunicación no alineados con el poder, pues resulta que una vez que los mensajes son llevados a las salas de redacción, tal como fueron lanzados al ambiente político, se enciende el dispositivo del análisis hermenéutico, hasta que la verdad es despojada de la broza que la recubre. Los reportajes que desvelan las intenciones del poder no son del agrado de ningún gobierno autocrático, y en ocasiones, de gobiernos democráticos, sino recordemos el papel desempeñado por el Washington Post en la guerra de Vietnam, o el escándalo del “Watergate” que puso de patitas en la calle a Richard Nixon.

Para evitar esos “estorbos” típicos de la democracia, el poder ha dictaminado que esa libertad bien puede ser objeto de reparos, y por qué no, de criminalización, acudiendo a la vieja práctica de lo que el historiador Martin Walker llama el “pretérito de la intolerancia” en clara referencia a los castigos instituidos por la Inquisición española. La criminalización deja un mensaje claro que busca diseminar el miedo subjetivo, elevándolo, posteriormente, a un plano colectivo. El efecto que se busca con el temor, cuando vivimos en una democracia amenazada, es que obliga a pensar dos veces lo que antes se promulgaba sin cortapisas de ninguna especie.

Para evitar esos dolores de cabeza innecesarios, Stalin prefería fusilar a los intelectuales disidentes, o enviarlos a los fríos gulags hasta que morían de hambre. Donald Rayfield en “Stalin y los verdugos”, hace una descripción pormenorizada de esta arremetida contra la libertad de expresión. A partir de ese momento, el miedo se convirtió en una advertencia institucionalizada, que obligó a los periodistas e intelectuales a escribir solamente florituras apologéticas del PCUS. Czeslaw Millosz en “El pensamiento cautivo”, explica bien cómo los intelectuales tenían que vivir con un conflicto moral, bajo la pena de sufrir las consecuencias de un castigo de proscripción o de encarcelamiento.

Como sea, la radio, los tabloides, y la televisión siguen despertando la cólera de los regímenes despóticos por la proximidad cuasi personal con el ciudadano. En cambio, los “haters” que se parapetan detrás de las redes sociales, como Twitter, se liberan del aherrojamiento del poder debido a su clandestinidad y anonimato. Pero los gobiernos autoritarios sí echan mano de ellas para propagar lo que Manuel Castells denomina la “política del escándalo”, una herramienta que se inicia en tiempos de Bill Clinton, y cuyo fin es el de resaltar cualquier desliz legal o moral de la prensa, o de un periodista señalado.

Una vez que se controlan los medios audiovisuales no oficialistas, el último fortín de la democracia se derrumba, y en su lugar se afianza un totalitarismo mediático que relata las cosas al gusto del dictador.

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