Rafael Delgado
La corrupción es una práctica sistemática e institucionalizada en la política y los negocios en Honduras. Ha logrado constituirse en algo normal para muchos y amenaza con mantenerse viva hoy, así como en el futuro. Los que estudian este fenómeno entienden que ello ocurre apoyado sobre varias cosas. No solamente es la avaricia de los que la ejecutan; es sobre todo la fragilidad de las instituciones públicas, los incentivos perversos que cimentan costumbres nefastas que al final logran convertirse en normalidad. Bajo esas condiciones las leyes no importan; se interpretan y se aplican de manera sesgada. Además, se diseñan para garantizar que los evidentes atracos a los recursos públicos tengan un cierto barniz de legalidad. Por otra parte, la ejecución de los recursos públicos, así como importantes decisiones se hacen al ritmo de las motivaciones y aspiraciones de los funcionarios, de los políticos, de los poderosos intereses económicos. Las cuotas injustificadas de las rentas del Estado, que en esencia son parte de la corrupción institucionalizada, se reclaman descaradamente para ellos por un supuesto derecho derivado de los resultados electorales o en nombre de argumentos arreglados. Esa es la tragedia del sistema político y económico hondureño.
Recientemente se ha anunciado la presentación de un requerimiento fiscal por parte de la UFERCO contra los expresidentes Lobo Sosa y Hernández Alvarado, por supuestos delitos contra el Estado cometidos hace más de diez años. Se argumenta que existen evidencias de la desviación de fondos públicos para el financiamiento de campañas políticas y de la responsabilidad de ellos, además de otros altos funcionarios. Esto no es nuevo. En efecto se trata de un caso concreto que mantuvo entretenida a la opinión pública en diferentes momentos del pasado y que independientemente de lo que hicieron y no hicieron las instituciones del Poder Judicial, demostró precisamente la discrecionalidad con que se manejaron fondos públicos para beneficio de los que controlaban los partidos políticos y de los altísimos niveles de corrupción que impregnaron a ambas administraciones. Ahora, años después y dentro del ambiente de duda que prima en el país, está acción despierta mezcladas reacciones y sentimientos. Queda por verse si es solamente un movimiento aislado y conveniente para algunos o realmente una intención auténtica de enfrentar la corrupción independiente de sus orígenes partidarios y económicos.
En esto de la lucha contra la corrupción queda la frase: todo está por hacerse. El país debió por sí solo emprender, desde hace muchos años atrás, una transformación efectiva de sus instituciones judiciales que remontara la situación precaria a la que fuimos arrojados por la política tradicional. Pero no se hizo. Primero fue la profunda resistencia a cualquier cambio. Más tarde, ante la evolución de los acontecimientos que no se podían detener, las principales iniciativas de reforma terminaron controladas para seguir la misma senda de la venalidad y el sesgo.
Los eventos de estos últimos meses respecto a la elección de la Corte Suprema de Justicia y el Fiscal General nos lo recuerda. Las famosas cuotas de poder, la colocación de los peones y las personas de confianza para el control de la institucionalidad, fueron las respuestas de los sectores políticos tradicionales ante el espíritu de cambio que exigía más que cambios superficiales. Por ello y ante la decepción que eso generó, los ciudadanos han exigido y siguen esperando el apoyo de un organismo internacional independiente contra la corrupción que, si bien es cierto, pone al descubierto la precariedad de nuestro estado de derecho y la incapacidad propia de gobernarnos como nación soberana, ésta bien diseñada y operando de manera efectiva, vendría a convertirse en una instancia que apoye en el fortalecimiento de esa capacidad institucional que hemos regalado al crimen y al delito. Pero el paso con que la instalación de la comisión internacional avanza es desesperante y la positividad en el ambiente ante su venida se desvanece. La necesitamos pronto, tal como lo demanda la ciudadanía, independiente y efectiva, para que las acciones contra la corrupción sean congruentes, sistemáticas, sin sesgo y que conlleve el fortalecimiento de las instituciones judiciales de Honduras.