SE trata de un tema que arranca desde los más remotos tiempos, mismo que se ventiló y acentuó durante los años de oro de la Grecia clásica democrática, y en el discurso de las “Bienaventurazas”, en los comienzos de nuestra era occidental. Pero nunca está de más clarificar y deslindar, en cada pequeño ciclo histórico, las implicaciones humanas de este importante vocablo.
Los humildes se pueden agrupar en dos conjuntos: Aquellos que se localizan en los amplios segmentos de la pobreza económica y, por otro lado, aquellos humildes de corazón y de actitud que se encuentran como difuminados en distintos estratos sociales al margen del nivel económico de cada cual. De lo primero se desprende, en un primer momento, que cuando se habla de “los humildes” se piensa, por regla general, en la gente más pobre de un país, una región o un continente. Y es que, de este modo, han sido interpretadas las palabras de Jesucristo por los autores de la doctrina social de la Iglesia, cuando han postulado la “opción preferencial por los pobres”.
Pero al final de la tarde una cosa es la humildad económica y otra cosa es la humildad espiritual, íntima, de quienes para comenzar son respetuosos y afables con los demás. O que casi siempre están dispuestos a servir al prójimo, según sean sus posibilidades, en cualquier momento y en cualquier parte del mundo, sin demasiados ruidos ni aspavientos. Las personas auténticamente humildes pueden estar encumbradas en las más altas jerarquías, en los intersticios de la clase media o en las barriadas miserables y “favelas”, como se las conoce en un país de América del Sur.
El hombre humilde sabe escuchar a los demás. Y está dispuesto a recibir en sus propios ámbitos a los pobres y a las personas gentiles de otros segmentos sociales diferentes al suyo. El hombre (y la mujer humilde), por medio de la autodisciplina, trata de jamás atropellar al prójimo y no se envanece casi nunca. Inclusive en su forma de vestir y de comer suele ser discreto. Es más, se regocija cuando se le presenta la oportunidad de compartir un pedazo de pan, un libro o sus conocimientos con otras personas. En tal línea de pensamiento lo contrario de la humildad es la arrogancia, el irrespeto al prójimo, la mezquindad oscura y tramposa, pasarse por encima de los demás y burlarse de medio mundo, especialmente de los humildes.
Aquí conviene aclarar que una persona auténticamente humilde posee dignidad, ya sea la dignidad natural o la adquirida. En consecuencia, trata de evitar a los soberbios que atropellan a los demás, en forma verbal o concreta. O que niegan con sus actos la existencia de los conceptos objetivos de humildad y de fraternidad. Sin embargo, el respeto a la dignidad suprema de la vida es un principio humanístico universal, que bien conocen o intuyen muchas personas indiferentemente de cuáles sean sus orígenes sociales, religiosos o étnicos, en tanto que también hay individuos arrogantes, aunque resulte paradójico, en los sectores empobrecidos o marginados de cualquier sociedad. No digamos en las altas jerarquías.
Una vez despejada la parte teórica del asunto, es nuestra obligación moral identificar a las personas humildes que son ultrajadas, o marginadas, por sus bajos ingresos, por su desnivel social o por sus múltiples problemas de salud. En los hospitales públicos podemos encontrar a esas personas humildes (incluyendo a las de clase media-baja) que son desatendidas u olvidadas en los pabellones. O que tienen que hacer largas filas con el propósito incógnito de conseguir una cita para seis meses después, y fallecer antes de la cita por falta de medicamentos indispensables.