La burocracia: inefectiva, pero reglamentada
Esperanza para los hondureños
Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)
Nadie guarda un buen concepto sobre la burocracia estatal, en ninguna parte del mundo, salvo en algunos países europeos como Finlandia o Estonia. En más de alguna ocasión nos hemos sentido heridos en el amor propio por los funcionarios de ese monstruo titánico, cuando nos ha tocado hacer algún trámite personal.
¿A qué se debe tanto engorro en la tramitología estatal y, a causa de qué, la gente siente repulsa por todo aquello que implique un papeleo en las oficinas estatales? En el principio era el verbo: la burocracia representó el enlace trinitario entre el gobierno y los ciudadanos. Nació, según Max Weber, como una necesidad racional para enlazar las necesidades corporativas con el Estado. Luego este se fue apropiando de otras esferas sociales para efectos de control ciudadano, como el registro civil, constitución comercial, fallos judiciales, etcétera. Con el paso del tiempo, la orientación del servicio se fue diluyendo hasta degenerarse. En lugar de simplificar los trámites, la burocracia los ha complicado más de la cuenta; y, junto al enmarañamiento, aparecen tres condiciones estelares: la centralización, el abulta-miento estructural, y su majestad la corrupción.
Stalin fue el pionero en establecer una burocracia exorbitante, llena de ineficientes “apparatchiks”, y un control centralizado que desembocó en el imperio de la “nomenklatura” o partitocracia, que el mismo Trotsky denuncia en “La revolución traicionada”.
Inconscientemente, hemos calcado el esquema estalinista, desde 1982, basado en el control férreo y en la desconfianza; de allí los innumerables memorandos, copias triplicadas y firmas de “RECIBIDO”: es el imperio de los sellos. El control del mando vertical exige que la estructura burocrática sea geométricamente piramidal. La jerarquía desciende desde el poder absoluto que emite las ordenanzas, hasta la amplísima base de funcionarios de baja estimación -como las llamaba Max Weber-, que obedece las directrices sin cuestionarlas, por temor a perder la chamba.
Aunque esa pirámide parezca un hervidero de abejas en plena faena, la verdad es otra. La departamentalización es depositaria de una serie de procesos y políticas estrictamente reglamentadas. Cada proceso cuenta con innumerables pasos -hechos a propósito-, dilatadas decisiones, largas esperas y abundantes errores. Los errores y retrabajos tienen un alto costo para el Estado, y para los usuarios, pero, al final de cuentas son pagados con el dinero de este.
El origen de la corrupción tramitológica floreció, pues, en las ventanillas y en la policía mal pagada. En su precariedad salarial, y al no sentirse lo suficientemente retribuido, el empleado procede a diseñar una tabla paralela de arbitrios, ilegal, desde luego, pero efectiva para el usuario que se permite pagar la mordida para no complicarse la vida en esperas desesperantes. Las ventanillas “especiales” se diseñaron para tal fin. Más allá del muro de los lamentos -en este caso, de vidrio-, donde se exhiben los memorandos, que tanto gustan en el Estado, rubricados con el consabido “Ejecútese”, yacen las pilas de “folders” -señal de mora en lo que sea-, la grasienta golosina, y los refrescos en bolsas plásticas.
El gerente en el Estado es un activista más. Ni crea, ni innova: no le está permitido. La obediencia es la primera función en su perfil del puesto. Su autonomía se limita a administrar el presupuesto cuyo monto depende de la importancia que este tenga para el poder. Su posición en el organigrama remarca su valía: a mayor altura, mayor responsabilidad de activos; entre más bajo, más escurridizo a las contralorías. Como no necesita más competencias que la fidelidad canina, lo único que le queda por hacer es emplear a militantes y amigotes, prodigar los viáticos, y decidir, bajo la pantalla de la legalidad, quiénes merecen ascensos. Puras fachadas.
Vista desde afuera, la burocracia aparece misteriosa e intrincada, como el laberinto de Creta con un monstruo en sus entrañas; imperiosa, pero inefectiva, defectuosa, pero reglamentada.