EL TERRUÑO

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29 de octubre de 2023
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12:27 am
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EL TERRUÑO

HAY una tendencia generalizada de que se hable mal de su propio país, tendencia que se ha acentuado en las últimas décadas, especialmente en sociedades subdesarrolladas, o de desarrollo medio, como la hondureña. Lo normal, en un extremo, es que la gente exagere los defectos de su patria o, por el contrario, que los oculte por motivos culturales ligados a la autoestima, o por imposiciones ignominiosas.

Sería saludable que después de elaborar un listado de defectos y calamidades que nadie debe ocultar, se establezca una especie de banco de datos que venga a registrar todas las virtudes que como paisaje y paisanaje poseemos. Es curioso que, aunque las personas pasen señalando, durante décadas, los defectos históricos y culturales de su propio país, en periodo de vacaciones se desesperan por viajar a los más remotos pueblos del interior y de las costas playeras, en donde nacieron o en donde se criaron. Algo bueno esconden esos pueblitos que atrapan con fuertes nostalgias.

Hace algunas décadas los abuelos y matronas realizaban, todavía, cenas y almuerzos exquisitos, con fiestas que duraban dos o tres días, con el único propósito de invitar y reunir a todos los parientes y amigos cercanos y lejanos. Aquellos que vivían en Estados Unidos viajaban en aviones destartalados hasta llegar al municipio, la hacienda o la aldea de sus destinos. Aparte de la gastronomía añorada, se presentaba la oportunidad de conversar durante horas y aprender de las palabras y silencios de los campesinos. Por las tardes se reunían en torno de una fogata controlada a relatar las consabidas leyendas y los “cuentos de aparecidos”. Pero también ventilaban, al detalle, lo relacionado con los árboles genealógicos, reales o hipotéticos, de cada familia. Se trataba de un intercambio y de un aprendizaje que raras veces se ha encontrado en las enciclopedias de geografía humana. Esos aprendizajes robustecían, por supuesto, la identidad subregional y nacional.

Dígase lo que se diga Honduras es nuestro pequeño terruño desde hace varios siglos en que comenzó a gestarse un mestizaje horizontal. No tenemos otro terruño genuino más que éste, y a él nos aferramos en nuestros sueños, nuestras pesadillas y en nuestras realidades cotidianas. Aquellos que se marchan hacia el exterior por diversas razones y motivos, nunca dejan de pensar en Honduras. Es más, trabajan jornadas durísimas con el objeto inmediato de ayudar a sus parientes más cercanos. Sólo los indolentes o enajenados olvidan la tierra que les vio nacer.

Puede haber muchas diferencias entre los hondureños. Inclusive diferencias inhumanas. Pero al final subsisten varias maneras de comunicarse. Una de ellas es que, debido al mencionado mestizaje horizontal, la mayoría de hondureños, queramos o no queramos, somos parientes en diversos grados de consanguinidad y de afinidad. Ocurre, además, que en ninguna instancia esta matriz cultural fue producto de una planificación previa, sino resultado de décadas y siglos de una historia común. Lo vemos en la genealogía de los principales próceres nacionales del siglo diecinueve. Casi todos ellos estaban emparentados, directa o indirectamente.

Además de los parentescos quedan subsistentes el amor por los mismos paisajes y la identidad gastronómica. A pesar de las destrucciones verbales en las redes, muchas personas intercambian fotografías de los amaneceres y atardeceres de sus pueblos nativos, incluyendo la capital. Y aquellos que viajan a tierras lejanas, pasan añorando un plato de frijoles con mantequilla, requesón, cuajada y tortillas. Y lloran cuando escuchan las tonadas del “Himno Nacional”.

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