En una amena tertulia entre parientes y amigos de una misma generación, hablábamos acerca de cómo andaba este mundo y la sociedad que lo compone, por lo que a manera de conclusión coincidimos en apreciaciones como éstas: Que el mundo cambia cuando damos el ejemplo, y no por dar una opinión. Que estamos viviendo una época en la cual la gente sensata, bien educada, culta e intelectual, debe hablar lo menos posible, para no ofender a los brutos, a los ignorantes e incivilizados, que además en lugar de ser humildes, son soberbios, fanfarrones e irrespetuosos. Vivimos en un mundo donde: el funeral importa más que el muerto, la boda más que el amor y el físico más que el intelecto. Vivimos en la cultura del envase, que desprecia el contenido. Un mundo donde el bueno –léase, quien practica el bien- tiene que ir al psicólogo para aprender a sobrellevar las cosas que hace el malo. Es un mundo donde la envidia destruye familias, el amor se viste de engaño y los traidores pasan por amigos. Es un mundo donde no se intenta solucionar los problemas, sino convivir con ellos; y la popularidad se defi ne por un número de “likes”.
Un mundo donde la gente juzga, critica y se espanta de lo mismo que ellos hacen a escondidas. Se trata de un mundo en el que muchos dicen justicia cuando en realidad, quieren decir venganza. Un mundo donde si le hablas a Dios, eres creyente; pero si Dios te habla… estás demente. Aquí todo tiene precio, pero nada tiene valor. Donde la comida contiene un montón de químicos, y un jabón contiene avena, miel y vitaminas. “La humanidad –se dijo-, continuará su eterno camino hacia la decadencia mientras los medios sigan idealizando la cultura del individuo inútil como héroe de masas”. Enseguida se tocó el tema de la educación recordando un valioso pensamiento de autor desconocido referente al colapso educativo, cuyas letras señalan lo siguiente: “En la puerta de entrada de una universidad en Sudáfrica, fue fi jado el siguiente mensaje: Destruir cualquier nación no requiere el uso de bombas atómicas o el uso de misiles de largo alcance, sólo se requiere de un bajo nivel educativo, ignorancia de su historia y que sus estudiantes hagan trampas en los exámenes y ante cualquier barrera que encuentren en la vida.
Los pacientes mueren a manos de esos médicos. Los edifi cios se derrumban a manos de esos ingenieros. El dinero se pierde a manos de esos economistas y contadores. La humanidad muere a manos de esos eruditos religiosos. La justicia se pierde a manos de esos jueces. El colapso de la educación es el colapso de la nación”.Y por supuesto ante el fragor bélico entre Rusia y Ucrania, y más recientemente entre Israel y el grupo armado de Hamas en el Oriente Medio, se recordaron tres pensamientos espectaculares. El primero que señala que “la guerra es el arte de destruir a los hombres, mientras la política es el arte de engañarlos”, atribuido a Parménides. El segundo hace referencia al poeta, ensayista y fi lósofo francés Paul Valery, que defi ne la guerra como “una masacre entre gentes que no se conocen, para provecho de gentes que si se conocen pero que no se masacran”.
Finalmente, citamos a José Saramago, que destacó: “Siempre tendremos que morir de algo, pero ya se ha perdido la cuenta de los seres humanos muertos de las peores maneras que los humanos han sido capaces de inventar. Una de ellas, la más criminal, la más absurda, la que más ofende a la simple razón, es aquella que, desde el principio de los tiempos y de las civilizaciones, manda a matar en nombre de Dios… Dios, de existir, sería absolutamente inocente por el uso que de Él hacen los hombres”. Bien lo destaca el escritor peruano Eduardo Gonzáles Viaña, “nosotros deseamos creer, por el contrario, en un Dios para quien no hay malvados sino ignorantes. Aquel cuyo nombre no debe ser pronunciado porque cuando le damos un nombre hacemos la guerra contra quienes lo pronuncian de manera diferente. Aquel del inagotable perdón, del amor sin condiciones y de la infi nita esperanza que nos hace creer, a pesar de todo, que algún día, superada la bestia de la intolerancia, seremos de veras hombres”.
J.J. Pérez López
Barrio El Manchén.
Tegucigalpa, M.D.C.