¿EL ROMPECABEZAS?

MA
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31 de octubre de 2023
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12:29 am
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¿EL ROMPECABEZAS?

POCO se recuerda hoy –lee un capítulo del libro “Los Idus de Marzo”– la catástrofe que sobrellevamos cuando fuimos golpeados –más o menos en esta época– por uno de los peores desastres naturales del siglo pasado. Para solo establecer un contraste de la magnitud del daño sufrido: Lo que ocurrió en la ciudad de Nueva Orleans, con el huracán Katrina, sucedió aquí en toda la extensión territorial. Mientras la primera potencia mundial tuvo graves tropiezos manejando la contingencia de una sola ciudad y pasaron años sin poder restablecerse, nosotros tuvimos que lidiar con la devastación de todo un país; una enorme tragedia humana y material. La geografía nacional quedó disgregada, como rompecabezas, incomunicada, rota en varios pedazos. Las carreteras desmoronadas, el pavimento inservible, los caminos de tierra lavados, cientos de puentes derrumbados, tendidos telefónicos y eléctricos caídos, los ríos desbordados, los campos de producción inundados, miles de viviendas arrasadas, la cosecha destruida, los productos de exportación arruinados, una tercera parte de la población damnificada. Compatriotas que lo perdieron todo cuando, en un suspiro, los endemoniados vientos, las aguas embravecidas y la furia del huracán arrasaron con el esfuerzo de toda una vida.

Aquella calamidad de bíblicas proporciones nos dejó postrados. Pero gracias a Dios –un afortunado liderazgo, la unidad nacional concitada, la resiliencia del pueblo, su instinto de supervivencia– salimos a la luz, de las tinieblas. Así se pudo –con la atención a las urgencias, el esmero en la rehabilitación y la reconstrucción– poco a poco, superar las dolorosas circunstancias. Sumado al enorme esfuerzo interno, la generosa solidaridad de la comunidad internacional. El manejo de la emergencia, para atender tanta gente atribulada. Dar refugio, alimento y cuidado a cientos de miles de damnificados. Las obras apremiantes para restablecer lo esencial, el agua potable, el suministro de gasolina, las vías de comunicación, la comida de todos los días, la atención a la salud para evitar epidemias, fue una labor titánica. El período de rehabilitación, para reponer los arreglos provisionales por estructuras más sólidas, y recuperar la normalidad. Regresar a impartir clases a las escuelas que sirvieron de refugio. Drenar los ríos azolvados, edificar las defensas en las orillas fluviales para evitar una nueva inundación. Operando contra reloj, noches de desvelo, de trabajo agotador, para que la economía y las finanzas dañadas de gravedad no tambalearan, afectando el empleo y el sustento cotidiano de la gente. La atención diligente a toda aquella inmensa masa de damnificados que quedó al amparo de la Providencia. Y la reconstrucción, una impresionante tarea de reponer todo lo perdido, por obras permanentes, dejándolo mejor.

La fecha exacta cuando inició la turbadora pesadilla, casi quedaba en las herrumbrosas gavetas del olvido. Como seguramente el amable auditorio de ahora, nada recuerda de aquellos aciagos días de lamento, de angustia y de impotencia. Ni siquiera como lección, para en reflexión retrospectiva, corregir torcidas actitudes del presente. De no ser por el mensaje de un amigo periodista que nos acompañaba en la caravana presidencial, quizás hubiésemos pasado la fecha inadvertida. “Un día como hoy hace tantos años –recordaba– nos quedamos varados en Siguatepeque”. Así́ fue; veníamos de la costa norte donde presumimos estarían focalizadas las inundaciones. Allá nos enteramos de los estragos en Tegucigalpa, además de cómo la obstinada tormenta se ensañaba en todo el país. Nada conseguía capear el paso destructivo de la tromba demoledora. Rodeando el trayecto, por el atajo de Río Lindo, ya que la carretera que conduce de la capital a San Pedro Sula se había desprendido a pedazos, pasamos por el puente contiguo al tramo que conduce a occidente. Lo hicimos a pie, por recomendación de la seguridad, para alivianar el peso de vehículos cargados, ya que en cualquier momento la infraestructura temblorosa de concreto agrietado podía sucumbir ante el embate iracundo de un río enardecido. Las crecidas aguas arrastraban trozos de madera y piedras de los derrumbes. La tierra de cerros arañados por las afiladas garras de la bestia que rondaba, día y noche, azotando poblados indefensos, de uno a otro confín. Segundos después de haber cruzado, escuchamos un estruendo estrepitoso. Volteamos a ver atrás. El puente había colapsado. El buen amigo periodista concluye su mensaje. “Pero fue una prueba que se superó, con la guía acertada, la hermandad de buenos hondureños y el apoyo de países amigos”. (Es que aquello –entra el Sisimite– fue horrible. ¿Y es que vos –interrumpe Winston–andabas de “ocho con yo” en la caravana cuando escucharon el atronador despeñamiento del puente? -No molestés –responde el Sisimite– me refiero a ese diluvio, que fue una cosa espantosa. ¿Y vos qué sabés si no habías nacido?  Sos de esos chiquitines contando las perras que oíste de lo que pasó. -Nombe –refunfuña Winston– ¿cuáles perras? Más respeto a las chuchitas, sin ofender a la raza. Además, aunque hay mucha gente agradecida, siempre queda otro atajo de ingratos que nada hicieron ni reconocen nada de todo lo que se hizo. ¿Y vos ayudaste a armar el rompecabezas?).

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