Por: Julio Raudales*
El Estado es como las lombrices de tierra, no nos gustan pero no las matamos porque sabemos que son útiles, o al menos podrían serlo. Thomas Hobbes, el sabio inglés de los albores del iluminismo le bautizó con un eufemismo insuperable: Leviatán, el famoso monstruo marino de la mitología bíblica, que echaba fuego destructor por el hocico y que resultaba invencible para los minúsculos marineros que debían confrontarlo.
El filósofo británico hace en su libro algunas suposiciones básicas sobre la naturaleza humana. Sostiene que en cualquier interacción social los conflictos son endémicos: “Si dos hombres cualesquiera desean la misma cosa, que, sin embargo, no pueden ambos ganar, devienen enemigos y… se esfuerzan mutuamente por destruirse o subyugarse”. Es decir, un mundo en donde no existiera una forma inteligente de resolver estos conflictos sería inhabitable para la especie humana. Esa es, de acuerdo con la lógica hobbiana, la razón de existir del Estado.
Llegados a este punto y aceptando que necesitamos del Leviatán para asegurar al menos la paz, vale la pena hacernos dos preguntas: ¿debemos darle libertad total al Estado o es mejor amarrarlo? Y, por otro lado, ¿cuánto de nuestros propios recursos debemos cederle para que cumpla con su deber sin que el tal monstruo no termine quebrándonos?
Ambas interrogantes tienen respuestas claras. Por un lado, el modelo de organización republicana propuesto hace un par de siglos por los sabios que forjaron nuestra civilización, establece una serie de equilibrios que permiten a la sociedad mantener atado al monstruo-Estado, para evitar que termine devorando a sus amos.
El problema se da cuando el comportamiento individual es vacuo e inerte. Una ciudadanía cándida y poco organizada como la hondureña, termina por ser víctima de esa fiera que instauró para que le protegiera. Eso es precisamente lo que estamos viendo en estos aciagos días.
Luego de la fiesta esperanzadora de las elecciones de noviembre de 2021 se ha apagado el ímpetu. Nada parece cambiar con respecto al tenebroso manejo de la cosa pública que exhibía el Partido Nacional. Basta un mínimo de perspicacia para sospechar que algo no muy claro y menos inteligente se gesta en las entrañas del Leviatán. Echemos un vistazo.
Por ejemplo, de acuerdo con las cifras de la Sefin, el 9 de noviembre se habían recaudado aproximadamente 124 mil millones de lempiras en concepto de tributos, es decir, unos 9 mil millones más que en 2022. Por el lado del gasto, la cosa es al revés: el gobierno está ejecutando el presupuesto en una cuantía muy mediocre en relación con ejercicios anteriores.
En resumen, estamos culminando el año y las promesas de más y mejor educación, salud e infraestructura para el desarrollo languidecen. La pregunta obligada es entonces: ¿para qué busca el gobierno incrementar sus ingresos mediante la una reforma tributaria que no es reforma, sino una espuela para hincar con fuerza y desangrar los sectores productivos?
El asunto no deja de ser dramático: mientras la clase política se confronta y destroza en el afán de tomar las riendas de la bestia-Estado, la sequía candente que asoló las yermas tierras huérfanas de sistemas de riego, para quitarnos la esperanza de la necesaria cosecha y en antilogía, las lluvias desbordantes de este noviembre inundan viviendas y causan muerte y más miseria sin que nadie, ni el Estado, haga nada por evitarlo.
Entonces: ¿para qué queríamos tanto dinero? Un decreto de emergencia, tres préstamos al BCH, un presupuesto que ha crecido un 28% en dos años de administración, el ingreso a la Corporación Andina de Fomento para seguir endeudando el futuro, ¡en fin! Leviatán crece y crece con desmesura y los resultados tardan. ¿Será que nos va a devorar?
Mayor vigilancia ciudadana es la respuesta, pero también más conciencia de que no se puede jugar con fuego. Pongámosle arnés al monstro y también un bozal o moriremos todos.
*Rector de la Universidad José Cecilio del Valle.