Clave de SOL: Nueve siglos de Omar Khayyán
Por: Segisfredo Infante
No se sabe la fecha exacta en que nació. Pero con un pequeño margen de error se presume que su natalicio ocurrió a mediados del siglo once de la era occidental. Y que falleció en el siglo doce, el cuatro de diciembre de 1131. Así que el matemático, astrónomo y poeta persa Ibrahim Omar Khayyán, lleva nueve siglos de haber caminado, bebido y pensado sobre el mundo terrenal del Cercano Oriente. Fue seguidor del pensamiento del filósofo y médico, también persa, Ibn Sina (Avicena), quien a su vez fue un lector esforzado del pensamiento de Aristóteles. Diríase que es contemporáneo del filósofo y teólogo medieval “San Anselmo” de Canterbury, y de la construcción de la catedral gótica de Notre Dame en París.
Sobre la vida y obra de Omar Khayyán se han lanzado varias conjeturas o hipótesis de perplejo valor. Amén de ello emergen certidumbres en torno a su trabajo astronómico al elaborar un calendario tan preciso, o más, que el gregoriano occidental en vigencia. Se habla de sus incursiones en álgebra y de sus maravillosos aportes poéticos, mediante los cuartetos, o “Rubaiyat”, derivados de una técnica literaria preislámica.
La primera versión en castellano que leí de la poesía de Khayyán, misma que me fascinó, hace tantos años desapareció de mis anaqueles. Después llegaron a mis manos versiones o traducciones más sofisticadas, de otros idiomas al español, que muy poco me han complacido. Aquella primera versión de mis años mozos era idéntica a una que publicó Medardo Mejía en la tercera etapa de la “Revista Ariel”. Habría que buscarla página por página y con mucha diligencia. Don Medardo decía que los poemas de Omar Khayyán eran subjetivos pero bellos; igual, agregaríamos nosotros, que el poema amoroso medardiano “Dulce canción a Victoria López”.
Como no tengo en este momento ninguna versión a la mano, intentaré recordar la suave textura y la profundidad de sus poemas. Omar Khayyán le cantaba al vino, al amor, a las flores, al polvo, al destino y a la fugacidad de la existencia. Quizás solo un porcentaje de los “Rubaiyat” sean producto de sus meditaciones. Pues como musulmán era respetuoso de su propia religión. Incluso peregrinó a La Meca. Pero en el fondo se trataba de un precursor remoto de los librepensadores actuales y de los existencialistas modernos que comenzaron a emerger en el siglo diecinueve. A Khayyán, según se dice, le disgustaba enredarse en las polémicas de los chiítas, los sunnitas y de otras tendencias islámicas, en tanto que él prefería a los filósofos y científicos (también musulmanes) que habían crecido bajo la influencia de los clásicos griegos. Es más, en sus poemas se detecta a un hombre descreído y a un lector fervoroso de aquel “Eclesiastés” bíblico que se le ha adjudicado al “Sabio Salomón”: “todo es vanidad y aflicción de espíritu”.
Después de circular su poesía librepensante, Omar Khayyán fue silenciado varios siglos. Hasta que llegó un traductor inglés (Edward Fitzgerald) a rescatarlo del anonimato de la lengua persa-abasí y a darlo a conocer, en el “Mundo Occidental”, como uno de los mejores poetas de todos los tiempos. Sobre estos sinsabores de la historia de la literatura universal, se puede recordar un largo silenciamiento transitorio respecto de la obra de William Shakespeare y de Miguel de Cervantes Saavedra. En Centroamérica fue ignorada y silenciada la prosa, en el curso de varias décadas, del pensador y economista hondureño José Cecilio del Valle, precisamente por su amplitud de miras y por la reciedumbre de su estilo. Y en cuanto al poeta lírico catracho Juan Ramón Molina, hay un pequeño grupo de adultos mayores que se encarga de resguardar y repetir su nombre. Porque los lirios del campo se alzan bellísimos en medio del silencio ominoso de los matorrales.
En el curso de varias décadas he escrito y publicado menciones y reflexiones sintéticas sobre las obras de Al Farabí, Avicena, Averroes, Maimónides, Ibn Arabí, Ibn Jaldún y, por supuesto, sobre la poesía preexistencialista de Omar Khayyán, cuya sobrevivencia intelectual después de nueve siglos de historia oriental y occidental, merece ser recordada y evaluada cada cierto lapso histórico, con la mente abierta al saber universal. Vale la pena resaltar que el cristiano católico Tomás de Aquino absorbió la influencia teórica de Aristóteles, Avicena y Maimónides, porque nunca desestimó a los tres autores, sin importar la procedencia geográfica y religiosa de los mismos.
Cuando sea posible y reaparezca en mis caóticos anaqueles una de las tantas versiones de los “Rubaiyat” o cuartetos de Omar Khayyán, reiniciaré la lectura detenida de su poesía, tal como lo hice en mi segunda juventud. Creo (y es una creencia mía) que los nombres de los grandes pensadores sobrevivirán cuando las pirámides de Egipto sean solo polvo, tal como lo enunció el mismo autor de los cuartetos persas.