EL MAESTRO CATALÁN Y CORMAC McCARTHY
Juan Ramón Martínez
Hay cosas inexplicables. Específicamente la capacidad de los literatos hondureños, viviendo en el exterior, para no estudiar y aprender de los autores extranjeros sobresalientes de su tiempo. Optando en algunos casos orientados por lo político, antes que por lo estético. Por ejemplo, aunque poco se ha investigado el tema de las influencias de Pablo Neruda sobre la mayoría de los poetas hondureños, desde Barrera hasta Ramírez, siempre nos ha intrigado por qué Óscar Acosta tiene tan poca proximidad con la poesía de Vallejo e incluso de Borges, pese a que su primera juventud creativa la pasó en Lima, Perú. O de Jaime Fontana que, viviendo en Buenos Aires, no tiene ningún reflejo que haga pensar que alguna vez leyó a Borges; o a los enemigos del exdirector de la Biblioteca Central de Buenos Aires. Más bien, lo único que hay es una anécdota referida por Bioy Cáceres, en que Borges, se apropió, para declamarlos, uno de los poemas del ilustre compatriota, indicando que Fontana, aunque digan lo contrario sus lectores desafectos, no es un poeta menor; y, mucho menos. O que, Livio Ramírez, que se formó en México, no tenga en su poesía, rastro alguno de López Velarde; y menos de Octavio Paz, una figura que de alguna manera nadie puede negar su centralidad en la poesía universal. En cambio, como lo ha señalado Sierra Pandolfi, no disimula en su poesía la impronta singular de Pablo Neruda cosa que también es visible, más allá de lo alegórico y retórico, en la de Jacobo Cárcamo, Castañeda Batres y otros más. Influencia que igualmente es evidente en casi todos los poetas, con la excepción de Daniel Laínez, Óscar Acosta y entre los más nuevos, Rolando Kattán, que es posiblemente más abierto a lo que se hace en el mundo. Y, además, en narrativa no deja de ser igualmente interesante que Ramón Amaya Amador, pese a sus iniciales inclinaciones hacia el brasileño Jorge Amado -especialmente en la novela “Cacao” que le sirviera como guía para escribir “Prisión Verde”-, no haya, durante su cómoda estadía en Europa, estudiado a los autores franceses. O a Kafka para explorar otros caminos narrativos, no siguiendo el de este por supuesto, sino entendiendo que habiendo otros, podía hacer el suyo propio. Nuestra antigua explicación que, fue víctima de la obediencia política, no estética, al realismo soviético, cada día que pasa y releemos su obra, nos parece insuficiente. Creo que hay algo más que afecta a los hondureños, que, aunque viajan al exterior, no dejan el solar nativo y siguen resistentes, hablando como los extranjeros para no llamar la atención. Pero sin apreciar, en este caso su literatura, estudiar a sus creadores y calibrar sus avances. De repente, además, como Honduras está fuera de todas las rutas, menos la de los huracanes y de los excesos de los dictadores, no han tenido la fortuna que, sí tuvo el grupo de Barranquilla que, encontró en el español Ramón Berenguer, “el sabio catalán”, el librero que les animara a leer a los literatos estadounidenses, especialmente a Faulkner, Hemingway, Steimbeck y otros más. García Márquez que es el que más se ha referido a este asunto, escribió que después de leer a Kafka, había descubierto que las cosas se podían contar de otra manera; y que, para situarlas en el espacio, era inevitable buscar en Faulkner la forma para entender las fórmulas de la construcción del territorio en donde desarrollar las narraciones. O a Hemingway para descubrir los secretos del lenguaje, tanto en las posibilidades de su obligada economía expresiva, como en sus excesos. O, seguir a Juan Rulfo para empezar a darse cuenta que él podía, desde el calor insoportable y el polvo, hacer desde la desmesura del lenguaje y las ingratas amenazas del trópico lluvioso, una descripción igualmente seca o triste de sus personajes, como el escritor mexicano lo hizo sobre la tierra dura y en las que las almas en pena, cargan sus pérdidas esperanzas de vivir. Descubriendo que el calor podía ser protagonista. No creo que en el caso de los hondureños sea solo un problema político, sino que cultural, porque muchos han dicho, en privado que el hondureño es hermético, solo exteriormente maleable; y aunque cuando viaja y reside en el exterior, adopta con facilidad las tonalidades del lenguaje de los extranjeros para evitar que lo identifiquen y lo ataquen, en el interior de su conciencia sigue siendo el mismo: invulnerable a las innovaciones y a los cambios. Duro, indiferente, siempre dispuesto al regreso inevitable a los corredores de su infancia. Por supuesto hay sus excepciones: Arturo Martínez Galindo, Martín Paz y Rojas, con su “poesía negra”, que sigue la senda del cubano Nicolás Guillén. Andrés Morris hizo lo que pudo. No más que lo que podía, porque no era un literato y ni siquiera un crítico. Gracias a él, salvamos a Roberto Sosa y a Julio Escoto, nada más. En el camino quedaron promesas despedazadas. Helen Umaña, ha hecho también su tarea. Pero no siempre sus consejos son atendidos. Sin embargo, hay entre los narradores jóvenes, esperanzadoras excepciones: Leonel Alvarado, en Nueva Zelanda demuestra que se fortalece en sus visiones latinoamericanas y busca nuevas alternativas. O Geovany Rodríguez y César Indiano que buscan entre los narradores españoles, sendas y estilos que considerar. Con alentadores resultados.
Estas reflexiones no son gratuitas. Nos llama la atención el silencio de los hondureños ante la muerte de Cormac McCarthy, autor de once novelas, entre ellas las que nos han parecido de las mejor logradas y de repente mejor traducidas al español: “La Carretera” y “Meridiano de Sangre, o el rojo atardecer en el oeste”. Para Harold Bloom, McCarty es uno de los cuatro pilares de la literatura estadounidense. Los otros tres, Phillip Roth, Don de Lillo y Tomas Pynchon que, de repente tienen pocos lectores entre los profesores universitarios y jefes de departamentos de literatura de nuestras universidades. (Solo Nery Gaitán, que sepamos, es lector de McCarthy. Incluso ha publicado un breve texto sobre “La Carretera” en La Tribuna Cultural).
Por supuesto, Harold Bloom como todos los críticos literarios no es muy popular; e, incluso creemos que es poco conocido entre escritores y docentes hondureños. Pero, de todas maneras, su “Canon Occidental”, tiene mucha credibilidad y goza de enorme respeto en el mundo literario de todo el planeta. En todos los idiomas. En España y Estados Unidos, agregan otros nombres a estos cuatro autores estadounidenses citados por Bloom, entre los que destacan en forma visible, Susan Sontang y Tony Morrison, opinión que nosotros igualmente suscribimos.
Fuera de lo anterior, hay que decir que McCarthy, aportó a literatura estadounidenses y mundial, la exploración del carácter humano, especialmente en lo referido a la maldad como forma de relación con los otros seres humamos. En sus obras, todos los personajes son malos. Hasta los jueces y predicadores. Los buenos, son excepciones. La idea que el hombre es bueno y que la sociedad lo corrompe, es un cuento que el autor estadounidense deja para los más inocentes. Todas las culturas tienen la necesidad de establecer distancia con el otro, buscando espacios de seguridad. Los sociólogos y antropólogos estadounidenses, en diferentes momentos, se han referido a la violencia de la sociedad de los Estados Unidos. Pero es McCarthy quien, por primera vez, desviste de hipocresía el carácter del estadounidense; y sin buscar generalizaciones que siempre son abusivas, confirma que el comportamiento puede tener excesos ilimitados y que la literatura es la única que lo puede expresar. Cosa que logra, especialmente en las dos obras citadas. En la primera, después del fin de la sociedad, por un fenómeno que no explica, coloca a los dos personajes -el padre y el hijo, un niño-, vagando en la soledad vacía de los pueblos abandonados, enfrentados a los peores excesos y tropelías que los humanos sobrevivientes, son capaces de realizar. Es decir que aquí, como en la otra novela citada, lo que define el carácter no es tanto la bondad, sino que la maldad, la falta de arrepentimiento; y el uso de la fuerza y la desmesura para mostrar la superioridad de unos sobre los otros. Y desde un individualismo corrosivo y meticulosamente perverso. Agregando que todo lo descrito por McCarthy, con un lenguaje hermoso, constituye la segunda característica que queremos resaltar. Su lenguaje está lleno de metáforas bellas; y en un tono hermoso que, se aumenta, cuando describe las fealdades del carácter de los humanos. En una contradicción que, si bien es chocante en términos morales, en literatura, resulta nueva e incluso, tierna y bella. Porque muestra además la posibilidad que, desde la maldad, sea posible “la regeneración a través de la violencia”. (Michael Herr)
Por ello McCarthy incluso, se atreve a explorar el origen del mal, cuando dice en la obra que comentamos, que, “es mejor no mirar adentro. No es el corazón de una criatura que siga el camino que Dios le ha marcado. Se puede encontrar maldad hasta en el más pequeño de los animales, pero cuando Dios creó al hombre, el diablo estaba a su lado”. Y cuando se atreve a hacerlo, descubre que “era un corazón humano, reseco y renegrido”. Pero no es que crea que no hay esperanza o salida, sino que enseña que cuando se encamina por la senda del mal, tiene una enorme capacidad para perfeccionar -como se puede ver en la historia de la humanidad- la capacidad infinita para hacerle daño a los demás, e incluso a sí mismo. Y que, desde la obscuridad del mal, logra, en los escasos resplandores en que el bien se impone sobre el mal, construir y hacer andar a personajes inolvidables, con un toque de realismo brusco, articulado con la cultura violenta cuyo epígono mayor son las maldiciones y las invocaciones al diablo, sobre la cual se construyó la grandeza de los Estados Unidos de hoy. Que disparan entre sí, celebran a Trump sus vulgaridades; y asisten ordenadamente los domingos a las iglesias a escuchar a curas y a pastores. A la espera que la bondad vuelva, a prevalecer sobre la tierra. Desde la maldad, sin cambiar sus conductas el resto de los días de la semana.
Tegucigalpa, agosto de 2023