La tierra que se llenó de caballos

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17 de diciembre de 2023
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12:02 am
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La tierra que se llenó de caballos

Por: Tomás Monge*

En una tierra muy lejana, los habitantes vivían una vida muy sencilla y bonita. En los barrios más alegres, las casas eran construidas en líneas de seis o siete, frente a otra línea de casas igual, por lo que quedaba un pasillo entre ambas a los que les llamaban “bloques”. De igual forma, había espacios comunes, como áreas verdes y campos amplios, en donde los niños y jóvenes jugaban todos los días.

Era muy normal que todos los niños salieran de sus casas y gritaran el nombre de sus amigos para jugar a la pelota, al escondite, landa y muchos otros juegos que incluso se inventaban ellos mismos. Todos los jóvenes y adultos iban siempre caminando al mercado, a las tiendas y a todos lados; aunque, para distancias mayores, existía un servicio de carruajes que usualmente era práctico y económico.

De repente, un vecino recibió una herencia bastante buena y decidió comprarse un caballo. Todos admiraban lo hermoso, fuerte y veloz que era, además de la conveniencia de poder ir a muchos lugares en poco tiempo; e incluso poder ayudar a algunos vecinos en emergencias, subir a los niños para divertirlos -o aterrarlos- con la velocidad que alcanzaba, y hacer suspirar a más de alguna dama cada vez que llegaba montado en su envidiable caballo.

Como era de esperarse, los demás vecinos comenzaron a averiguar cómo y dónde comprar su propio caballo, pero se iban de espaldas cuando escuchaban los precios, ya que costaban casi lo mismo que una casa ¡era una locura! Pero aún así, dos vecinos hipotecaron su vivienda con un prestamista particular; y compraron un caballo cada uno.

Naturalmente, ninguno de los dos había pensado que el vecino heredero también había comprado un terreno adicional en el barrio, en el cual había construido una especie de caballeriza pequeña, en donde su caballo permanecía cuando no lo necesitaba. Por lo que, al venir a su casa con sus nuevos caballos, después del alboroto de las felicitaciones de sus vecinos; ambos se dieron cuenta que era hora de entrar a casa a cenar, pero ninguno sabía qué hacer con su caballo nuevo.

Uno de ellos trató de dejarlo frente a su casa, en el bloque, pero algunos niños salieron a molestarlo y muy pronto descubrieron que, al estar nerviosos o asustados, los caballos a veces defecan, como ocurrió en ese momento, causando la risa de los niños; y el enojo de la vecina de enfrente, que se escandalizó al ver tanta caca (sin saber que los caballos pueden producir entre 15.5 y 22.5 kg de heces y orina al día).

El otro vecino fue a hablar con el vecino heredero, quien le permitió dejar el caballo junto al suyo, por una suma considerable de dinero semanalmente, que se agregó a la pesada cuota del préstamo, a la alimentación del animal, a su mantenimiento físico, salud, limpieza y a los impuestos que el gobierno se inventó, ante el aumento de propietarios de caballos.

Un par de años después, la mayoría de la gente había dejado de usar el servicio de carruajes porque todos preferían tener su propio caballo, aunque muchos compraban caballos flacos y enfermos, que eran más baratos que los de raza, pero causaban accidentes, se quedaban a media calle; y era increíble ver cómo la gente renunciaba a comprar cisternas, sistemas de ventilación, iluminación, buenos electrodomésticos, mejores alimentos, mejor salud e higiene integral, mejor educación, entretenimiento, y muchas otras cosas más, con tal de tener su caballo flaco y tosigoso.

Los barrios estaban repletos de caballos, en las áreas verdes, en los campos, a orilla de calle, en los bloques, ¡en todos lados! Mucha gente dejaba sus hermosos pueblos; renunciando al aire puro de las montañas, a los ríos, playas y alimentos orgánicos y ricos en nutrientes que la tierra les proveía casi de gratis; solamente para venir a amontonarse en casitas minúsculas, sin agua por semanas; y haciendo enormes filas de caballos hasta por dos horas en la mañana y dos horas más la tarde, solamente para llegar al trabajo y regresar; además de que a nadie le gustaba ya caminar.

En algunas casas, tenía un caballo el señor, otro la señora y otro cada hijo; aunque los dejaran todos en la calle, aunque fueran pésimos montándolos y aunque no tuvieran licencia para montar ni sus impuestos de propiedad al día; porque la Policía no patrullaba ni se daba cuenta si los caballos estaban en óptimas condiciones, si la gente sabía montarlos, o si tenían su documentación en regla. Muchas veces ni se sabía si era más caballo el animal o quien lo montaba, pero nunca nadie era detenido ni penalizado; ¡era una verdadera selva!

Y usted, ¿ya renunció a mejorar su casa y su salud para comprarse un caballo?

*Consultor Educativo y Catedrático UPNFM.

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