“EL HIJO DE LA NAVIDAD”

ZV
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21 de diciembre de 2023
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12:16 am
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“EL HIJO DE LA NAVIDAD”

LA noche que para otros era tibia y llena de luz, para Jorge Alberto estaba fría, obscura y llena de soledad, de esa soledad que espanta porque no es la del ambiente sino la de la propia conciencia que da la sensación de vacío, cómo sin pasado, cómo sin presente, cómo sin futuro… Era un 24 de diciembre y en las calles céntricas de la ciudad, radiantes por la iluminación artificial del alumbrado público y de los anuncios luminosos, la gente iba y venía en busca de sus hogares, de los clubes, de los establecimientos de distracción, de la alegría tranquila o bullanguera, para esperar las 12, hora en que nació muchos siglos atrás, según cuenta la leyenda que se convirtió en historia, el dulce y melancólico Redentor de los hombres. Jorge Alberto no busca como todos la luz ni el bullicio de las calles céntricas. El bullicio atrae a los niños. Y en la Navidad los adultos y aún los viejos parecen niños. Allá, en su pueblo, cuando él era un muchacho apenas de diez o doce años de edad, recuerda que en unión de compañeros del vecindario, corría como un loco, con las bolsas llenas de petardos para hacerlos estallar en la plaza pública adornada con ramas de pino e iluminada con foquitos de colores que a él le parecían estrellas caídas del cielo y que se habían quedado enredadas en los alambres. Y es que en la Navidad los hombres corren como si fueran niños y estos como si fuesen locos, para meterse en la luz y en la alegría contagiosa de las gentes que olvidan ese día sus preocupaciones y problemas. Pero él ya no es un niño. Todavía es joven, sí, pero niño dejó de serlo hace tiempos, casi desde cuando abandonó su pueblo, a raíz de la muerte de su madre. ¡Su madre! ¿Cómo era su madre? Piensa en ella tan a menudo que se le ha esfumado su imagen. ¡Y está tan lejos! ¡O tan cerca! ¡Tan cerca, sí! Porque todos estamos a un paso de la muerte. O a un minuto. Hoy somos y luego, cuando uno menos lo espera, deja de ser. ¡Dejar de ser es morir para luego resucitar en el recuerdo de los vivos! Por eso tiene la sensación de que su madre está con él, dentro de él, en su pensamiento solitario y desnudo.

Y hoy, esta noche de Navidad más que siempre, porque las madres se preocupan por los problemas de sus hijos, desde la eternidad… Se vino a la ciudad, cuando murió su madre, con la ambiciosa esperanza de mejores horizontes pues el paisaje rural es bello para quien lo admira por primera vez o una vez cada año, pero cansa y deprime, aunque las estaciones cambien, al que está en él y como parte de él tiene que verlo todos los días, inalterable y mudo por toda una vida… Y es que el paisaje en el campo es monorrítmico: verde y blanco. Las casas blancas; y los árboles verdes, verdes las montañas, verdes los prados, verdes los huertos, hasta el cielo a veces parece verde porque el verdor de abajo se refleja allá arriba. En cambio, la ciudad tiene muchos colores: las casas, las calles, los carros, las tiendas, los parques, todo en colores distintos… Pero si en la ciudad el paisaje tiene muchos colores, la vida es más dura y tiene más emboscadas que la vida en el campo. En cuanto a los problemas y preocupaciones que otros olvidan o tratan de olvidar, él no puede porque el suyo es reciente, de ayer. Y no es un problema como el de muchos, sino que el suyo es grave, de esos que no se olvidan así no más aunque todo el mundo haga ruido porque es un 24 de diciembre. Por eso está parado ahí, sin saber a dónde ir, en la esquina de esa calle obscura, en un barrio casi solitario, lejos del centro de la ciudad donde hay abundancia de luz, gente que va y que viene, para sus casas, los clubes, a recrearse admirando las vitrinas de las grandes tiendas de lujo, artísticamente adornadas. Hace más de media hora que está ahí arrimado al poste de la luz eléctrica. Los pocos transeúntes, como la calle está en penumbra apenas si reparan en él. Alguno que por casualidad repara en él, de seguro se pregunta: ¿Quién será ese ladrón? Bueno, pues un ladrón es eso: un ladrón. Y está solo… ¿Solo? No. No del todo. Los hombres que están solos estarían en realidad solos si no fuera por la memoria que aún en la soledad más absoluta, gracias al recuerdo, pueden estar en gratas o ingratas compañías. Y los recuerdos, los más cercanos, los de ayer, están con Jorge Alberto. Todos los demás recuerdos, de lejanos que están, se le han perdido de vista en el horizonte de su vida. Ahora los recuerdos, los de ayer, se le hacen más precisos, más objetivos, como si estuviera viviéndolos. Porque recordar es vivir. Vivir el pasado, pero vivir. En cierta forma, hasta ayer había tenido suerte. Recién llegado de su pueblo buscó trabajo y no tardó en encontrarlo. No ganaba mucho, pero con su salario podía vivir, con modestia, pero vivir. Hasta había economizado un poco en un banco. Otros hombres en el mundo estaban en peor situación que la suya porque como no tenían trabajo no ganaban nada. En ese aspecto, las cosas para él no eran del todo malas. Ya le habían ofrecido un aumento de salario por su buen comportamiento y porque su labor en la bodega de la empresa la realizaba bien. Por otra parte, en la fábrica nunca tuvo problemas ni con sus compañeros ni con sus jefes, si se exceptúa aquella vez que casi lo echan del empleo. Pero afortunadamente, las cosas se aclararon a tiempo y quienes podrían echarlo se dieron cuenta que todo era el producto de un chisme. Desde entonces no tuvo tropiezos. Si no hubiera sido por lo de anoche él sería feliz, con esa felicidad indefinible y humilde que da una vida modesta y tranquila derivada de la ausencia de excesivas ambiciones. Salió de la fábrica a las cinco de la tarde y en el trayecto a su casa dispuso entrar a una pequeña cantina a tomar una cerveza. Solo una. Pero como era sábado dispuso tomar otra ¡Si únicamente hubiera tomado la que pensaba tomar, en este momento no estaría allí sino en casa de su novia, Marcela! ¡Pobre Marcela, debe estar tan preocupada!… Cuando Jorge Alberto se levantaba a pagar las dos cervezas llegaron aquellos amigos. Eran tres. Le pidieron que se quedara. Resistió. Pero ellos insistieron y se quedó. Tomaron otra cerveza que, para él, era la tercera. Pero no podía despedirse. Debía corresponder a la invitación y pidió al mesero que trajera lo mismo: cuatro cervezas que, para él, significaba ingerir la cuarta. Con cuatro cervezas ya el hombre pierde, por lo menos, el 35 por ciento de su voluntad. Y además ¿por qué tenía que irse si todos estaban tan contentos, charlando, contando chistes, riendo? Ahí por las nueve de la noche pensó que a esa hora debería estar en casa de Marcela. ¡Tan linda y comprensiva que es Marcela! Pero si lo pensó, el pensamiento fue tan fugaz que apenas duró un instante, lo que un relámpago en una noche obscura, como obscura estaba su mente en aquel momento. Lo que sucedió después lo recuerda apenas. Muy tarde salió con sus tres amigos. Caminaron juntos unas dos cuadras y en una esquina se despidieron tomando distintos rumbos. Todos borrachos, pero él, Jorge Alberto, más que sus compañeros porque había bebido antes de reunirse con ellos dos cervezas. Cuando dobló una esquina donde esperaría un taxi para llegar al humilde cuarto que ese mismo día había alquilado, oyó pasos detrás de él. Era Juan Miguel de quien se había despedido un minuto antes. Mirando su reloj, le dijo: -Oye, Jorge Alberto, es temprano todavía, son las doce y media… ¡Regresemos, vamos, ven, tomemos la última cerveza!… Regresaron. Tomaron otra cerveza, y otra más. ¡Sí, solo dos tomaron!… Pero de ahí en adelante no recuerda nada, o casi nada. Le parece que, en el trayecto, al salir de la cantina, tuvo con Juan Miguel una discusión y le parece que riñeron. ¡Ah, ya re- cuerda! Riñeron porque Juan Miguel le dijo algo de Marcela. No sabe qué, pero algo le dijo de ella que le disgustó. Todo lo demás, decididamente lo ha olvidado. Tuvo una vaga conciencia de algunos sucesos de la noche anterior, los que ahora está rememorando, hasta hoy como a las ocho y media de la mañana que despertó cuando alguien llamó a la puerta. Era Marcela que regresaba de misa y quiso darle la noticia: Anoche mataron a Juan Miguel -le dijo. Llégate a la casa al mediodía para que me ayudes a arreglar el árbol de Navidad. Le dio un beso y se despidió… Cuando cerró la puerta y se disponía a vestirse notó en los pantalones y en la camisa manchas de sangre que él asoció con los sucesos de la noche anterior. Las del pantalón no se notaban mucho porque era gris obscuro pero las de la camisa sí porque era blanca. Quiso lavar las manchas con agua y jabón, pero la sangre, cuando se seca en la tela no desaparece así no más. Hay que mandarla a una lavandería. Entonces dispuso quemar la ropa y se puso otro pantalón y otra camisa. Sintió miedo y no quiso salir. Ni siquiera para desayunarse en el comedor de doña Paca. Además, no sentía apetito… Oyó que en la calle un niño voceaba el periódico. Salió a la puerta y compró un ejemplar. Leyó la noticia: La policía busca a los desconocidos autores del crimen. Por el momento no se tienen sospechas, pero ya cuenta con algunas pistas… ¡Crimen, pistas, sospechas, policía! Esas palabras cuando antes las leía o las oía no les daba importancia, le sonaban indiferentes, pero ahora su significado le producía terror. Antes de las doce fue a ver a Marcela y esta le contó que están detenidos dos sospechosos. Buscan a un tercero… Marcela vive sola. Trabaja de mesera en un hotel, pero hoy, como es domingo, tuvo el día libre. Es bonita, seria, dulce y trabajadora. Ella lo vio pensativo y preocupado y le preguntó la causa. Le dijo que no se sentía bien y que iba a la casa del abuelo de Juan Miguel a darle el pésame. Ofreció regresar por la tarde para ver lo que harían durante esa noche de Navidad. Ya es de noche. La noche de Navidad. Son las diez y no ha ido a ver a Marcela. Esta debe saber ya que la policía lo busca, pues de seguro lo oyó en la radio que a las seis de la tarde dio la noticia, con su nombre e identidad. Seguramente él, Jorge Alberto, mató a Juan Miguel pero no lo recuerda, es decir, no recuerda haberlo matado, porque como dicen los psicólogos, el alcohol omnubila en el hombre las facultades mentales. Pero las malas noticias siempre resultan ciertas y como la radio dice que él mató a Juan Miguel, no lo duda. Sin embargo, si lo hizo no fue esa su intención porque eran amigos. Pero la ley es muy complicada y no sabe distinguir. Si lo capturan lo hunden quién sabe por cuántos años en la cárcel…

Para despistar y que no lo identifiquen se cortó el bigote y el pelo. Mañana se irá a su pueblo que está lejos. Su padrino, don Doroteo, tiene unas propiedades en la montaña y le dará trabajo. Nadie sabrá nada de él. Tiene una ventaja: sus compañeros de trabajo saben que él vive en barrio Arriba, pero el viernes anterior, como le resulta más barato, cambió de domicilio alquilando un cuarto situado en el barrio de San Isidro, a dos cuadras de la vivienda de Marcela. Por ahora solo esta sabe dónde vive. -¡Pobre Marcela! Debe estar triste y preocupada. ¿Sabrá la policía que es mi novia? Si lo sabe, seguramente ya la han interrogado tratando de indagar dónde está. Pero la policía no tiene por qué saberlo. Solo ella y yo lo sabemos -piensa Jorge Alberto. ¡Ah, también lo sospecha Juan Miguel! Pero Juan Miguel ya no existe. Murió en la madrugada de hoy. Se presume que yo lo maté. Además, Marcela no sabe dónde estoy: arrimado a este poste de la luz en esta calle obscura… Marcela es para Jorge Alberto la única ilusión de su vida. Solo a ella tiene en el mundo. Pero por su libertad está dispuesto a perderlo todo, incluyendo a Marcela… Hace ya casi una hora que está ahí, en esa calle en penumbra, entregado a sus cavilaciones sin saber qué hacer ni a dónde ir. ¿Sabrá ya la policía dónde vive? De todas maneras tiene que hacer algo pues no puede estar ahí, toda la noche, parado, absorto y perplejo con sus propios recuerdos y sus pensamientos. El viaje a su pueblo ya lo tiene decidido. Sabe cómo hacerlo sin despertar sospechas. Por el momento, lo único que hay que hacer es ir a despedirse de Marcela y desearle feliz Navidad… Tomó un taxi y dio la dirección. El conductor del vehículo no sabía nada del crimen pues le preguntó y le dijo que no leía los periódicos. Minutos antes de las once llegó a casa de Marcela. Esta ya se había acostado, pero no se había dormido. Cuando oyó que llamaban a la puerta se levantó y fue a abrir. Por un momento creyó que era la policía. Se alegró de verlo y luego, transcurridos los primeros instantes de sorpresa lloró en sus brazos, primero con desesperación y luego con calma. -Vengo a despedirme -le dijo- me voy mañana. No puedo resignarme a estar durante años recluido en una cárcel. -No puedes huir -le advirtió ella, siempre sollozando- me imagino que la vida del prófugo es peor, mil veces peor que la del hombre privado de su libertad…. -Pero ¿y tú? -¡Te quiero, te quiero mucho: te esperaré! -¿Por cuántos años? -No importan los años… El tiempo corre. Los años pasan… Todas las semanas, los días de visita iré a verte a la prisión. Quédate hoy aquí conmigo y mañana, en vez de la fuga que tienes proyectada te entregas para que te juzguen, a la autoridad… Un viernes, a la hora de visita, Marcela llevó a su hijo recién nacido a la cárcel para que lo conociera su padre. Es el hijo de la Navidad. Triste Navidad, pero es hijo suyo y de Marcela. Han transcurrido cinco años. A Jorg Alberto le hacen falta siete meses para cumplir la condena, con atenuantes, que le fue impuesta, para recuperar su libertad. Durante noches y días ha construido muchos proyectos para el futuro. La vida en la cárcel es dura pero su espíritu no ha flaqueado… Del otro lado de los muros de la prisión está la libertad, está la vida. Y, sobre todo, está un niño que al solo verlo le tenderá los brazos y de sus labios, temblorosos como el fulgor de un lucero, como una recompensa del cielo, saldrá una palabra dulce, cristalina y sonora como un mensaje de amor y de esperanza: ¡Papá!… (Del libro de cuentos, “La Voz Está en el Viento”, del escritor Oscar Armando Flores Midence).

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