Entre títeres, mandadores y estadistas

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27 de diciembre de 2023
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12:09 am
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Entre títeres, mandadores y estadistas

Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)

Fue en mi niñez cuando vi por vez primera la frase “gobierno títere”. Así llamaban despectivamente los norvietnamitas al presidente Nguyen Van Thieu, de Vietnam del Sur, a quien acusaban de seguir al pie de la letra las directrices tiradas por Washington. Además de la militar, se trataba de una guerra mediática y de una hipocresía ideológica, porque, detrás de la llamada “cortina de hierro”, a excepción de la Yugoslavia de Tito, todos los gobiernos seguían al dedillo las órdenes emanadas desde Moscú.

Los líderes llamados “títeres” abundan en todo el mundo. En gobiernos de esta naturaleza, los líderes siguen la línea de un poder extranjero, una organización muy influyente o de intereses económicos particulares, como en el caso de la industria farmacéutica en los EE. UU.

Es fácil entender que un gobierno de tal vocación no tiene los objetivos puestos en la sociedad civil, porque las decisiones no dependen del líder, sino de quien mueve los hilos detrás de este. Los efectos pueden verse de inmediato: la falta de coherencia de un programa de gobierno, la incompetencia para manejar las crisis y la incapacidad comunicativa con los ciudadanos. Poco a poco, la sociedad va perdiendo la confianza en este tipo de gobernantes, malográndose de esta manera la legitimidad que tanto cuesta ganarla.

Los “mandadores” eran los administradores de las fincas bananeras de antaño; los que decidían sobre una ingente y costosa cantidad de recursos y personas. Gozaban de muchos privilegios y su palabra era poco menos que divina: nadie se atrevía a llevarle la contraria en sus decisiones. No eran los típicos “Míster Benítez” de la novela “Prisión verde” de Ramón Amaya Amador; al contrario, su puesto rozaba la frontera con la gerencia general.

Aquellos “mandadores” me recuerdan a los autócratas que se han puesto de moda en el mundo: los que deciden sobre el estado de excepción, al decir de Carl Schmitt. La proclividad a la corrupción -como muchos mandadores de aquellas fincas de antaño-, y la propensión a adueñarse de todo negocio que les parezca lucrativo, es el distintivo de estos líderes. No por nada suelen enviar a sus opositores a los consabidos “gulags”, a campos de concentración o expulsándolos de su propio país. Daniel Ortega y Nayib Bukele serían los perfectos mandadores de finca. En conclusión, el mandador es la síntesis negativa de la democracia participativa.

El estadista, por su lado, es una especie en peligro de extinción. Son líderes que piensan a largo plazo aún después de su mandato. Son reformistas por naturaleza y aunque suelen rodearse de asesores expertos, son ellos los que toman las decisiones finales. Su capacidad de entender el funcionamiento institucional los habilita para no dejarse embaucar por los manipuladores que tanto abundan en el palacio imperial. El buen estadista es un individuo moral; un constructor de consensos que promueve la concordia, aun con sus mismos “enemigos” políticos. Nelson Mandela, Václav Havel y Mijaíl Gorbachov, son ejemplos contemporáneos de estadistas de valía, que le hicieron frente a la adversidad y salieron triunfantes cuando los ciudadanos ya habían perdido la fe en la conciliación nacional. Por supuesto: sus nombres perdurarán con el paso del tiempo.

En resumidas cuentas, necesitamos más estadistas que títeres y mandadores, de modo que la sagrada misión que nos queda es aprender a olfatearlos antes de que lleguen al poder y que controlen a placer las instituciones. Y eso solo es posible con una mayor participación política y una vigilancia estrecha de los actos de los funcionarios públicos para impedirles que hagan lo que se les antoje con el mandato otorgado por el pueblo.

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