El moralista: una reflexión de fin de año

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30 de diciembre de 2023
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12:03 am
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El moralista: una reflexión de fin de año

Esperanza para los hondureños

Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)

Esta no es una lección de moral, ni mucho menos, sino una petición para ejercer una revisión exhaustiva de nuestras creencias y procederes, sobre todo cuando consideramos que nuestros actos y discursos obedecen a un soporte ideológico donde impera lo correcto, lo bueno y lo sublime. En otras palabras, cuando nuestros modelos de moralidad nos obligan a cuestionar todo aquello que no se apega a nuestra constitución axiológica, especialmente cuando estos modelos proceden de una crítica al pecado como el que describía Milton en “El paraíso perdido”.

Resulta que los dos males que más afectan a las sociedades de hoy tienen que ver con la soberbia y el moralismo. Estas dos perversiones están muy relacionadas con el poder, aunque algunos pudieran diferir con mi criterio, lo cual es entendible, puesto que la primera cae en un campo más psicológico, mientras la segunda está sujeta a una polisemia que crea más desencuentros que otra cosa.

¿Y por qué decimos que están relacionadas con el poder? Pues porque el poder se trata de obligar a los otros para que nos obedezcan, ya sea por miedo o por autoridad, como decía Max Weber. Hasta donde se nos ha dicho, vivimos en una época donde el conocimiento significa poder. Quien imponga sus conocimientos, se sobreentiende, es el más poderoso, lo cual resulta lógico. El problema es que si al conocimiento se le agrega cierta dosis de soberbia, terminamos consignando reglas, moralidades y valores que traen aparejados conflictos de difícil resolución.

Es el caso del moralismo. El moralista es aquel que pretende imponer criterios de valor que, a su ver, son perfectos y superiores a los de los otros. Para el moralista, la sociedad en la que vive inmerso -que puede ser un mundillo, una subcultura o una isla intelectual- está cargada de maldad e iniquidad, razón por la cual, se considera un cruzado, un Torquemada o un templario del siglo XXI.

El moralista confunde la moral, que es la base de la justicia, el carril aceitado de la conformidad al sistema, con un “ethos” distorsionado, aséptico de maldad e hipocresía. El moralista resulta muy peligroso cuando pretende hacer valer sus juicios. Donde uno o más moralistas se reúnen y logran entenderse, es cuando surgen las odiosas oligarquías, esos círculos cerrados que hoy en día abundan por todos lados: desde las esferas políticas, hasta las académicas y gremiales. Y son peligrosas, digo, porque muchos no pasan de interpretar el triste rol de Giovanni Mocénigo, aquel oscuro personaje que denunció a Giordano Bruno en la Inquisición para que fuera quemado vivo en una hoguera pública. Wilhelm Reich ofrece un tratado sobre esta fatalidad de los últimos 100 años.

El moralista impone; trata de que los demás sigan su ejemplo rectilíneo, lo cual lo pone en evidencia en una congregación religiosa, en una organización de derechos humanos o en una corriente ideológica. Puesto en el palacio del poder o fuera de sus muros, el moralista -que no el agente moral, que es diferente-, presa de cierto complejo de medianía y con sed de reconocimiento, busca enconadamente exterminar lo que se oponga a su desorientación temporo-espacial; a todo aquello que le rebasa en virtudes o títulos nobiliarios. Así, solemos encontrarlos llevando a la guillotina o a la pira, a quienes considera desviados del recto camino de sus creencias.

Pues bien: este es uno de los grandes problemas que mantiene en secesión a las sociedades en los últimos tiempos; lo que me recuerda que alguien dijo por ahí que debemos pedir a Dios que nos libre de esta barbarie moralista.

 

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