Clave de SOL: “Y el hombre… Pobre… pobre!”

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21 de enero de 2024
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12:03 am
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Clave de SOL: “Y el hombre… Pobre… pobre!”

Por: Segisfredo Infante

Hubo un tiempo de juventud, hace más de cuatro decenios, que me entregué a la tarea de adquirir casi todo lo publicado por el poeta peruano César Vallejo, o bien sobre su vida y su obra, con el objeto de comprender la cosmovisión intelectual y los arcaísmos en su lenguaje poético. De aquella colección apenas me queda lo que sigue: A) “Cartas de César Vallejo a Pablo Abril, un documento conmovedor”. (Argentina, 1971). B) “Obra poética completa”. (Tercera edición. Casa de las Américas, 1975). C) “Escritos sobre arte”. (Buenos Aires, 1977). D) “Pablo Yunque” (Honduras, 1981). E) “César Vallejo: Novelas y cuentos completos” (Petro-Perú Ediciones, 1998). Viene a mi mente otra versión actualizada de su poesía completa, que tal vez reaparezca en los senderos fatigosos de la bibliografía ausente.

Supe de la existencia de César Vallejo por las reiteradas menciones del articulista y ensayista uruguayo Oscar Falchetti, quien había sido amigo personal de Víctor Raúl Haya de la Torre, un político peruano erudito quien a su vez había sido condiscípulo universitario de César Vallejo. Por aquellos días se relataban anécdotas inverosímiles, pero hermosas, sobre los años mozos de Vallejo, vendiendo empanadas en el centro de una ciudad peruana y recitando a medianoche su poema inolvidable “Los heraldos negros”. Es más, Oscar Falchetti me relató y confesó sus encuentros con Haya de la Torre, en Suiza, y con otros intelectuales españoles y suramericanos. Y su gran respeto, comprobable, hacia el hondureño Medardo Mejía.

Al repasar las páginas de César Vallejo quedo con la impresión que lo más importante de su escritura se encuentra en sus poemas y en sus cartas cargadas de desgarramientos íntimos que fueron dirigidas, desde París, a su gran amigo el señor Pablo Abril de Vivero. En sus “Escritos sobre arte” me parece que cae en la antigua y fea tentación de muchos buenos poetas, de imaginarse como los únicos del mundo. Casi nadie se salva de su agria mirada hacia el resto de los escritores contemporáneos. No se salvan ni Miguel de Unamuno, ni Ortega y Gasset, ni Tristan Tzara, ni Gabriela Mistral, ni Jorge Luis Borges y ni siquiera Pablo Neruda. Todos, según él, eran pedantes, impotentes, falsos, epidérmicos o plagiadores. No elaboraban, según él, ni “poesía nueva, ni antigua, ni nada”. Quizás anhelaba que siguieran su peculiar estilo hierático. Por eso Vallejo se distancia, aparentemente, de los movimientos “vanguardistas”. Apenas se salvan, en América Latina, Rubén Darío, Ricardo Palma y Pablo Abril de Vivero.

Esbozado lo anterior me quedo con su honda poesía existencial, especialmente con “Los heraldos negros”, “Ágape”, “Los dados eternos”, “A mi hermano Miguel”, “Espergesia”, “El momento más grave de la vida”, “Piedra negra sobre una piedra blanca”, “Intensidad y altura”, “La rueda del hambriento” y el incomparable poema “Masa”, que es parte integral del poemario “España, aparta de mí este cáliz”.

Cuando escribo sobre la poesía de César Vallejo lo hago con sincera nostalgia, pues hace cuarenta y un años y medio (junio de 1983) que publiqué en la revista “Frente” del Sitraunah (No. Cinco, Págs. 49-51) el artículo extenso “El odio de la ternura”, pretendiendo sugerir en un solo título el vasto contenido doloroso y contradictorio de la poesía vallejiana. Veamos cómo iniciaba aquel intento: “Es trabajo más que arduo proponerse siquiera la modalidad sintética de un artículo-ensayo que aborde la poesía del peruano César Vallejo (1892-1938). Ello es así en parte por la escasez bibliográfica del entorno. Pero este impedimento se trueca en un deleite al tener que releer y sondear sus intrincados versos. Intrincados y solemnes como los laberintos topográficos y escalinatas del Machu Picchu”. En aquel texto yo sugería que la poesía del mestizo César Vallejo era una amalgama del Quijote de la Mancha, el vagaroso rumor de la indígena flauta y una especie de ensamblaje del discurso oriental-cristiano con sedimentos incaicos, sumándole a todo eso los arcaísmos castellanos y peruanos, con síndromes de perfección, como nadie antes, quizás, lo había hecho en la poética hispanoamericana.

Si acaso leyéramos las cartas de Cesar Vallejo dirigidas a su amigo Pablo Abril, comprenderíamos más a fondo el dolor del poeta hospitalizado en París (con sangrados estomacales), la soledad y el hambre concreta del desempleado, con una visión socialista muy diferente a la de otros socialistas. Y además comprenderíamos a plenitud el contenido del poema “Los heraldos negros”, como cuando dice: “Y el hombre… Pobre… pobre!” (igual que una criatura acorralada). Ya que “todo lo vivido// se empoza, como charco de culpa en la mirada.// Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!”.

Es probable que César Vallejo haya sido un hombre teológicamente descreído. No obstante ello, sus referencias a Dios Padre, y a Jesucristo, son reiterativas en la mayor parte de su obra poética, como un discurso inevitable: hierático y quejumbroso.

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