Del populismo al fascismo, un “pasito”

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21 de febrero de 2024
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12:39 am
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Del populismo al fascismo, un “pasito”

Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)

La democracia liberal lleva a cuestas una pesada carga que es, al mismo tiempo, su desgracia y su consumación: la pluralidad de las masas. Recordemos que la política -como bien pensaba Hannah Arendt- trata de conjuntar los unos con los otros en medio del caos absoluto. La esencia de cada sistema político es evitar cualquier deslinde, cualquier forma de disenso que ponga en peligro la estabilidad de un gobierno cualquiera. La democracia tiene, por tanto, el “defecto” de lidiar con la diversidad de manifestaciones que tanto odian los autócratas.

Pues bien, de esa diversidad “caótica” que caracteriza a la democracia, surgen los impetuosos autoritarismos y sus vástagos predilectos, el fascismo y el no muy bien ponderado populismo, que hoy nos mantiene con un insomnio permanente, principalmente en esta tierra no muy devota a la democracia que es América Latina.

Y, aunque los científicos sociales se devanan los sesos tratando de mostrarnos el verdadero rostro del populismo, siempre se toparán con que, pese la gama pictórica sobre la que opera el populismo en los diversos países, existen denominadores comunes que lo identifican. Aunque no basta con etiquetar peyorativamente como “populista” a cualquier gobierno o líder que, aprovechando los principios democráticos pretenda quedarse eternamente en el poder, también es cierto que se vuelve una obligación revisar los contextos sobre los que se impone esta forma cada vez más difundida de gobernar “en nombre del pueblo, a quien se le han negado sus derechos”, según alegan los populistas.

¿Ha sido el populismo la consecuencia del fracaso de los partidos liberales, nacionalistas, democristianos, que prometieron sacarnos de la miseria y empujar la rueda del progreso a cambio de mantener funcionando la maquinaria del poder? Eso dicen los académicos. El problema es que el populismo, que nació de una buena intención -si revisamos el “El antiimperialismo” de Haya de la Torre-, se desvió del camino original y su versión posmoderna se fundamenta más en el repudio al orden establecido convirtiendo la política en un “Champ de bataille”, que se divorcia por completo de los necesarios consensos democráticos.

Al repudiar el fracaso de la democracia liberal y de las élites tradicionales -buena razón, en principio-, los líderes populistas prometen encarnarse en las necesidades del pueblo para concederle la libertad que centenariamente le ha sido negada. Ya se trate de Viktor Orbán, Bolsonaro, Trump o Bukele, esa intimidad encarnada se produce únicamente a través de degustaciones momentáneas que arranca los aplausos del estimable, mientras se derrochan enormes sumas del erario en regalías y bonos. Lo que viene después es inevitable: una asfixiante hiperinflación y las consabidas protestas que se neutralizan por los medios más fascistas que se conocen: del encierro al destierro contra “Los enemigos del Bien”, como decía José Rodríguez de Francia, el personaje central de Roa Bastos en el “Yo, el supremo”. La libertad queda postergada.

En todo caso, la lucha entre la democracia tradicional y la democracia radical que propugnan los populistas es semántica y políticamente a muerte, y parece estarla ganando los segundos. Mientras más pobreza exista, mayor propensión a vitorear a los líderes de gestos petulantes, de vocinglería retadora y de retórica mesiánica. No importa si se proclaman “de izquierdas” o lo que sea, el camino siempre será el mismo: controlar las instituciones, maldecir la pluralidad y elegir un camino bastante tentador por recorrer: el del fascismo. Apenas un “pasito” los separa.

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