LETRAS LIBERTARIAS: La democracia se muere de a poco

ZV
/
18 de mayo de 2024
/
12:39 am
Síguenos
  • La Tribuna Facebook
  • La Tribuna Instagram
  • La Tribuna Twitter
  • La Tribuna Youtube
  • La Tribuna Whatsapp
LETRAS LIBERTARIAS: La democracia se muere de a poco

Esperanza para los hondureños

Por: Héctor A. Martínez (Sociólogo)

Si lo pensamos bien y hacemos caso omiso a ese enjambre de escándalos planificados que nos mantienen ocupados las veinticuatro horas del día, podemos distinguir entre la niebla del caos, que la democracia -tal como la hemos concebido en Occidente-, se encuentra en cuidados intensivos y corre el peligro de pasar a mejor vida.

Los síntomas de su patología son múltiples, pero discernibles; la causa: el cáncer del autoritarismo que la carcome lentamente, manteniéndola postrada con un mínimo esperanzador de supervivencia. Estos cuadros patológicos han sido la constante de los últimos cien años, pero la democracia siempre ha salido bien librada: Hitler y Mussolini, Stalin y sus estrellas, los militares latinoamericanos y ahora los vestigios comunistas que sobreviven como un “Nautilus” del poder.

El autoritarismo, en cualquiera de sus presentaciones, ya sea de izquierdas o de derechas, es la ruina de la democracia y de la añorada libertad, buscada con empeño por los reformistas del siglo XVIII. Pues bien, quienes pregonaron a los cuatro vientos ser apóstoles de la libertad y de la paz, entre liberales desteñidos, nacionalistas de abolengo y democratacristianos travestidos, son los mismos que emponzoñaron la lozanía de la verdadera democracia.

La pretendida alternancia en el poder no era tal, sino que se trataba de un contínuum elitista que dejaba por fuera los dos pilares sobre los que descansa un verdadero sistema democrático: la generación de la riqueza y la distribución equitativa de la misma. Tampoco significaba la garantía de un cacaraqueado equilibrio social, ni de una paz eterna. Por ello, esa enfermedad silenciosa, que se acrecienta en medio de la insensibilidad, se aparece el día menos pensado. Sus síntomas más patentes: la ineficacia institucional, el desangre presupuestario, la pobreza galopante, la farsa del populismo.

¿Estaba anunciada la muerte de la democracia, tras la sentencia de Nietzche, Ortega y Gasset y Toqueville, de que el ascenso de las masas significaba la pérdida glamorosa de la autoridad y del orden que reinaba antes del Siglo de las Luces? Parece que la respuesta de los autoritarios como Chávez, Maduro, el mismo Bukele, Daniel Ortega, y que hace lamer los bigotes a Gustavo Petro, es un sí rotundo que no se puede gritar a viva voz. Su entrada con fanfarrias es un clamor reivindicativo en nombre de las masas, que nada tiene que ver con este espíritu progresista del que tanto se han jactado los veteranos izquierdistas. Para administrar una sociedad, el autoritario necesita poner trancas, no contrapesos; cerrarle el paso al pensamiento libre, a la disconformidad. La deidad ideológica no radica en la plebe, sino en la élite del partido único.

Exceptuando Chile, en ningún rincón del mundo se ha erigido un régimen autoritario capaz de engendrar prosperidad y bienestar para los ciudadanos, los mismos que en El Salvador renuncian a sus derechos más fundamentales a cambio de ilusiones y una tranquilidad efímera. Este pacto anhelado por la seguridad a expensas de la libertad fue precisamente lo que las élites de América Latina no pudieron consignar. El autoritarismo es, pues, el fracaso de la democracia.

Para evitar caer en la trampa de la promesa de la salvación popular, los demócratas necesitan luchar virilmente para salvar ese sistema de opciones múltiples, que amplía las posibilidades humanas, que promociona el Estado de derecho y el pluralismo político. Y extirpar ese tumor maligno que se propaga peligrosamente si no se le enfrenta con determinación y valentía.

Más de Columnistas
Lo Más Visto