Arte arquitectónico hondureño-peruano

Jorge Raffo*

“Lima, con las construcciones modernas, ha perdido por completo su original fisonomía entre cristiana y morisca. Ya el viajero no sospecha una misteriosa beldad tras las rejillas, ni la fantasía encuentra campo para poetizar las citas y aventuras amorosas” (Tradiciones Peruanas, Ricardo Palma, s. XIX).

Una historia científica de la historia urbana virreinal en la línea de E.W. Palmer y G. Gasparini, pioneros de la versión historiográfica, atraviesa necesariamente por el estudio y valoración de quienes hicieron posible los edificios públicos y eclesiásticos de los siglos XVII y XVIII latinoamericanos: los alarifes.

Los alarifes, antecesores de los ingenieros y arquitectos latinoamericanos del s. XIX, eran una combinación de expertos con conocimientos de albañilería, carpintería, construcción, topografía y cartografía que permitieron que el arte arquitectónico del continente de aquel período virreinal se demarcase del eurocentrismo. Dicho de otro modo, en palabras del investigador segoviano San Cristóbal (1998) respecto al arte arquitectónico religioso, “la reconversión de la planta gótico-isabelina inicial en las plantas virreinales para transformarse en planta basilical de las iglesias mayores o de cruz latina con crucero de brazos cortos en las iglesias de una sola nave, no tienen paralelo en la construcción europea”.

La faz de las ciudades virreinales que eran cabeceras de regiones determinadas, “es obra de unos hombres concretos que ejercían su oficio de alarifes en una época determinada, junto a otros contemporáneos suyos en la misma Ciudad de los Reyes (Lima) o en Santiago de Guatemala o en Comayagua” (Benito, 1998). Construcciones de envergadura sostenidas en el tiempo por la producción de chocolate, añil y maderas centroamericanas y de metales preciosos, trigo y otros granos peruanos. Plataformas comerciales que permitieron el salto del arte utilitario al arte ornamental. “El estudio de los documentos notariales de obra no solo ilustra la historia de la arquitectura virreinal con la memoria descriptiva pormenorizada del proyecto a ejecutar; sino también un capítulo importante de la historia económica de la ciudad, ya que detallan la procedencia y el empleo del dinero destinado a la financiación de las construcciones” (San Cristóbal, 1992).

A los alarifes “se debe la evolución progresiva de la arquitectura virreinal que se fraguó en la escuela barroca de Lima desde la etapa formativa del s. XVII hasta la plenitud de los dos periodos del s. XVIII, separados por el terremoto de 1746” (San Cristóbal, 1998) y la transmisión de esos modelos a Centroamérica, vía el comercio, desafiando los esquemas arquitectónicos que por cercanía geográfica provenían del virreinato novohispano. La influencia mexicana fue relativa porque, como afirma Gasparini (2000), Centroamérica y el Perú compartían una valiosa posesión, una cantera de alarifes locales.

Honduras aportó alarifes especializados en sistemas hidráulicos llamados “Maestros de Cañerías” nacidos al calor de los desafíos que presentaba la topografía de su territorio. Guatemala se especializó en “Maestros Carpinteros” que, de acuerdo con las técnicas de la época, ellos labraron las techumbres de madera según sus diversas modalidades además de balcones y corredores. Los asientos notariales limeños revelan algunos de sus nombres como Alonso Velásquez, Bartolomé Calderón, Pedro de Céspedes, Juan Vivas Guerrero y Diego de Medina que trabajaban magistralmente la madera nicaragüense y guatemalteca.

Una larga lista de alarifes locales fue tachonando la Ciudad de los Reyes con vistosos monumentos, todos ellos modelados conforme al estilo peculiar que caracteriza la arquitectura limeña con insumos centroamericanos: Alonso de Arenas, Diego Guillén, Andrés de Espinosa, Joseph de la Sida, Antonio Mayordomo, Domingo Alonso, Francisco de Ibarra, Miguel Izquierdo, Miguel de Garay, Francisco Cano Melgarejo, Pedro Miguel, Miguel Rodríguez, Diego de Mondragón, Juan de Ego Aguirre, Juan Iñigo de Erazo y Julián Sánchez, entre otros. La ironía es que -señala San Cristóbal (1998)- muchos fallecieron pobres.

La Plaza del mercado de Lima -hoy desaparecida desde finales del s. XIX- representaba el conjunto de edificios virreinales con mayor cantidad de aportes estilísticos centroamericanos. Alrededor de ella, además del mercado, se encontraban localizados los colegios de San Ildefonso, San Pedro Nolasco, Santo Tomás, San Pablo y el Colegio Real, así como el Hospital de la Caridad y la casa de la Inquisición. Angrand, un viajero europeo decimonónico, alcanzó a dibujarla antes de su destrucción.

La urdiembre de colaboración arquitectónica hondureño-peruana alcanzó su cénit a principios del s. XIX cuando los procesos independentistas llevaron a ambas naciones a adoptar el régimen republicano que impuso modelos urbanísticos propios de la revolución industrial del Viejo Continente y, por ende, una transformación urbanística sin transición girando hacia lo que se percibía como la modernidad, punto de inflexión en el que Comayagua y Lima se alejan en sus similitudes arquitectónicas.

*Embajador del Perú para África y Medio Oriente.

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