BARLOVENTO: Enfermedades modernísimas del alma

Segisfredo Infante

Partiendo del viejo “Tratado del alma” como algo de primera importancia en los estudios griegos dirigidos a la búsqueda de principios de conjunto, y en consecuencia a la búsqueda de la verdad, Aristóteles afirmaba que “la vida animal tiene en el alma su principio”, poniendo el énfasis, quizás, en el alma física del “Hombre”. Ya sabemos que sus teorías tienden a ligarse y a distanciarse de las de su maestro Platón, quien a su vez se encontraba religado a la teoría de la movilización incorpórea de las almas que se le adjudicó a Pitágoras y a otros místicos orientales. La idea del alma como un ente previo que adquiere cuerpo en el organismo de los niños recién nacidos, fue plenamente desarrollada por Platón y más tarde por los teólogos cristianos que después de muchas reticencias y prejuicios empalmaron el neohelenismo filosófico con los aportes de los “Padres de la Iglesia”.

Resulta que el tema, en primera instancia, es demasiado vasto, razón por la cual me limitaré a señalar algunos desórdenes puntuales que a mi juicio padecemos los hombres y mujeres modernos y posmodernos. No quisiera hablar, en este breve espacio, sobre la evidente pérdida de valores éticos occidentales y universales que a simple vista se detectan en el aire y en los discursos cotidianos de personas representativas o, por el contrario, ausentes de toda representación humana global, en tanto que se trata de un tema axiológico que ha sido abordado por autores respetables de las más disímiles disciplinas. Me detendré, más bien, en problemas puntuales como la duda, la confusión, la desconfianza y el rechazo de los seres humanos que piensan (cuando llegaren a pensar) distinto de nosotros.

Comencemos por la duda. Cuando se trata de la duda filosófica al estilo de Agustín de Hipona y Descartes, el fenómeno es positivo y hasta edificante. (Nunca me quedó suficientemente claro por qué a Hegel le incomodaba el término “edificante”). Es más, se ha distorsionado a René Descartes al reformular la “duda metódica” como si fuera el único camino expedito encaminado a encontrar la verdad existenciaria. Él expresó que después de utilizar la duda como método filosófico, era innecesario que la continuaran utilizando otros filósofos racionalistas. Es decir, Descartes nunca totalizó su método como algo absoluto e inevitable, en la búsqueda de la verdad. Forzando las analogías diríamos que el poeta Rubén Darío sugirió algo semejante al expresar “mi literatura es mía en mí”, y agregó: “quien siga servilmente mis huellas perderá su tesoro personal”, a fin de exhortar a los demás escritores hispanoamericanos a que dejaran de imitar su estilo o modelo literario, aun cuando resultó inevitable que medio mundo quisiera seguir al pie de la letra sus fulgurantes pasos.

Sigamos con la duda metódica que en el siglo veinte y comienzos del tercer milenio se ha convertido en la duda caótica. Esto significa que se duda de todo, se carece de principios y ya no se cree en nada ni en nadie, hasta descender hacia una subespecie de nihilismo anárquico, que le infiere un inmenso daño a las mismas personas que lo vociferan, y a todos aquellos que les rodean. Es como si el mundo perdiera su equilibrio y se saliera de sus carriles electromagnéticos, lo cual conduciría al caos absoluto de la especie humana. Pero aquí estamos claros que la duda caótica es una enfermedad del alma. No del planeta.

La confusión deviene por la mezcolanza de sucesos aparentemente inesperados y por la ausencia de lecturas sobrias. Si acaso las personas bienintencionadas sólo leen los últimos folletos de exaltada publicidad que exhiben los aparadores y desconocen el trasfondo de los libros clásicos, tales personas caerán en la vorágine de la confusión mental. E incluso en la ignorancia crasa, respecto de los aportes previos de los pensadores de todos los tiempos. La confusión y la desinformación entonces, como un síndrome individual y comunitario, se convierten en una enfermedad anímica que todos corremos el riesgo de adquirir. (¿En dónde quedaron la sapiencia y la prudencia milenarias?).

Finalmente, la desconfianza es tal vez la enfermedad colateral más arraigada que se desprende de la duda caótica (LA TRIBUNA, 05 de mayo, 2022). Subsistimos en un tiempo en que desconfiamos de nuestras propias sombras. No sabemos, en verdad, si estamos frente a un terrorista o frente a un criminal bien vestido de vuelos continentales. Es casi imposible saberlo. Lo único que puede quedar claro es que las personas en su mayoría son honestas y trabajadoras. No todas pueden ser criminales. Ni mucho menos. La última enfermedad del alma, y del espíritu, apenas mencionada en este artículo es el rechazo del “Otro”, por el simple hecho de pensar diferente de nosotros, aun cuando ese pensar sea propio del factor “equis” de la hipotética naturaleza humana y de las prisas y tiempos vertiginosos que cosechamos. El rechazo paraliza y deshumaniza, y atenta contra la esencia humana. He aquí otro esbozo apretado de nuestras enfermedades anímicas actuales. O modernísimas.

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