Abog. Octavio Pineda Espinoza (*)
Era el año 1986, cursaba mis primeras materias de la amada Facultad de Derecho de la UNAH, la universidad del pueblo, la que nos hizo a muchos; a algunos para construir, a otros para destruir, esa decisión afortunadamente no me compete a mí hacerla a estas alturas, ni a ninguno de los que lea este artículo, cada quien construye o destruye según sus creencias y valores. La determinación de quien falla o acierta se toma, afortunadamente, más allá de nuestros efímeros poderes, más allá de nuestra mezquindades y frustraciones, más allá de los egos, los títulos ficticios y las excentricidades de cada quien, en un mundo etéreo del que ya hablaba Platón, Aristóteles y los magníficos griegos, pero también con los cristianos que, bajo el Imperio Romano construyeron las creencias que hoy, muchos, todavía seguimos. Yo, humildemente no comparto, convertirme en Juez de una vida. Esta es para mí es, una tarea que nadie tiene la altura de asumir; ya Jesucristo dijo ¡que lance la primera piedra, aquel que esté libre de pecado”, vio, el Maestro, caer muchas piedras, ninguna lanzada.
Ese año matriculé la clase de Introducción al Estudio del Derecho, la impartía un abogado reconocido de nombre José Oswaldo Ramos Soto, yo, que ando en estas vueltas de la ciencia política desde más o menos los 7 años, sabía que el susodicho catedrático era un personaje adverso a mi partido político y, por la actividad de mi padre, sabía dos cosas; una, que debía estar a la altura de las circunstancias y, dos, que el maestro era un ducho del Derecho, con una memoria privilegiada, con un acervo cultural grande y con una participación política importante, adversa a la de mi Partido Liberal de Honduras y así entré yo, a esa clase, con los temores normales de un recién llegado al Alma Mater, con las preocupaciones propias de ser el hijo de alguien adverso al dueño de la clase.
El abogado llegó, su asistente pasó lista y así comenzó a adentrarnos en el mundo del Derecho con el magnífico texto de Eduardo García Maynez, llegó obviamente el momento esperado y el ducho, que por cierto se sabía hasta mi número de cuenta, hizo una pregunta que pidió contestara, lo cual hice a mi manera, y, después desarrolló su tesis y, en ese momento descubrí, que mientras me dedicara a explicar y a analizar ese y otros textos, estaría bien; que, de vez en cuando, ese maestro que se sabía los libros de memoria me retaría, no por humillarme sino por alimentar mi mente y mi alma ávida de conocimientos; mi espíritu rebelde, el que amó mi Padre hasta el final de sus días, encontró otra persona a quien admirar y de quien aprender.
La vida, esa gran universidad, de la que no todos se pueden graduar, me llevó por diferentes caminos y rumbos; con suerte tuve buena madre, buen padre y buenos hermanos, que entendieron mis inquietudes y que, a estas alturas de la vida, todavía me las condonan y acompañan. Tuve la suerte de vivir con un maestro por excelencia, mi padre, pero encontré otro en ese tiempo en la academia que retó mis voluntades e inquietudes políticas, sociales y gremiales, aunque no siempre estuvimos y estuve, en la misma página con el abogado Ramos Soto, lo aprendí a admirar y a respetar por sus cosas buenas y sus grandes atributos viniendo de la pobreza, algo que lo identificó con mi propio padre, al extremo que cultivaron, hechas las diferencias, una gran amistad y un gran respeto profesional.
Yo le digo a aquellos y aquellas que me aprecian, que viví en un buen tiempo, que me formé entre gigantes, que logré entender y disfrutar esas batallas titánicas del intelecto entre los representantes, en aquel tiempo, del Partido Liberal y del Partido Nacional y que, en esas batallas, con los errores normales que cometemos todos los humanos, porque si no nos equivocáramos seríamos todos dioses o diosas, lo cual es falso, aprendí a respetar, aunque no siempre a acompañar las posturas del abogado José Oswaldo Ramos Soto, un intelectual de su partido, mal comprendido, abandonado por los poderes fácticos de esa organización como lo fue mi padre, solo por el pecado, de venir de un pequeño pueblo rural, en la hermosa campiña hondureña.
Vivimos tiempos aciagos en Honduras; los mezquinos, que nunca construyeron nada vital ni permanente en sus vidas, y que viven, gracias a la ingratitud de destruir a los que sí hicieron algo, porque en sus patéticas vidas nunca lograron nada y se les pasa el tiempo, es decir, que se creen importantes apenas porque critican a aquellos que sí construyeron y dedicaron las mejores horas de su vida para que hoy, sus amigos, un atajo de imbéciles, revolucionarios de cafetín y de corruptos traficantes de droga, sean rápidos en juzgar y señalar a personas como el abogado Ramos Soto y no entienden, que, en el proceso realmente democrático se ocupan este tipo de personas, que ya por cierto no existen en Honduras porque vivimos en la sociedad del espectáculo, donde vale más, cuantos likes te dan a una estupidez que subís en Tik Tok, que, a toda una vida, dedicada al estudio, a la reflexión y la propuesta de cambios en el país.
Debo confesar, que tuve diferencias con el abogado Ramos Soto, como las tuvo mi padre, grandes y profundas, pero que jamás faltó, entre esos dos monstruos el respeto, la admiración mutua, el reconocimiento del talento ajeno, algo que hace mucha falta entre nuestros políticos actuales, que viendo su trayectoria, hay que reconocer fue admirable. Que los infelices y detractores nunca le llegaron a la horma de sus zapatos y que, como todo buen político hondureño que toma decisiones, tuvo el valor de enfrentar las consecuencias, no como ahora, que estamos llenos de cobardes en el gobierno y en todos los partidos políticos.
Por mi parte, Hasta siempre maestro, ¡que descanse en Paz!
(*) Abogado y Notario, Catedrático Universitario. Político Liberal.