Por Óscar Armando Valladares
Figura en los hechos del Antiguo Testamento un profeta menor, Miqueas, hombre humilde del campo, quien predicó en tiempos del rey Ezequías y de Isaías, el gran profeta de importante familia israelita. En el libro que se le atribuye, Miqueas encaró a Jacob por su rebelión, denunció a los gobernantes que “oprimen al hombre y a su casa, al hombre y a su heredad”, así como a aquellos que hablan de paz “cuando tienen algo que comer, y al que no les da de comer proclaman guerra contra él”.
A sí mismo se afirmó: Yo, en cambio, estoy lleno de poder, lleno del espíritu del Señor “para reprocharle a Israel su pecado”. Los “jefes juzgan por cohecho, y sus sacerdotes enseñan por precio, y sus profetas adivinan por dinero”. Por todo ello, “Sión será arada como campo y Jerusalén vendrá a ser montones de ruinas”, aunque en los postreros días “el monte de la casa de Sión será establecido por cabecera de montes” y Jehová allí “reinará”.
Siglos y siglos después – cabalmente en 2020-, mujeres y hombres de fe, pertenecientes a la iglesia presbiteriana de Estados Unidos, en alianza con católicos de ese país, fundaron en Tegucigalpa el Proyecto Miqueas, con el propósito de “sacar a niños de la calle”, identificando, además, -para proveerles ayuda- a “hombres jóvenes que languidecían en programas que daban comida y un lugar en qué dormir, pero que no trataban de alimentarlos espiritual, emocional y académicamente”. Los proyectistas querían crear un lugar donde estas necesidades fueran a ser satisfechas, y los niños “pudieran convertirse en líderes cristianos”. En esa dirección, se piensa que los “niños pueden abordar la corrupción y la impiedad de su sociedad, guiados con el mismo espíritu de audacia con el cual Miqueas predicó”.
El proyecto asumió realidad concreta en tres hogares de grupo. La Casa Miqueas, -donde niños de 12 a 20 años de edad pueden dejar las calles o situaciones de desintegración familiar atrás”, a fin de iniciar el proceso de sanación y restauración; la Casa Timoteo, sitio en que los beneficiarios mayores “pueden aprender responsabilidad adulta, mientras siguen teniendo una red de apoyo cuando concluyen la secundaria e inician su educación superior-; y la Casa Isaías, inaugurada en 2015, promovida por el misionero Stephen Kusmer, mediante la reutilización y ampliación de las viejas instalaciones de la anterior Casa Miqueas, dedicada a ministrar “a hombres jóvenes de la calle”, normalmente de 17 a 25. En esta casa se ofrece “un programa residencial completo” que incluye rehabilitación por problemas de drogadicción, “capacitación laboral y discipulado intensivo”.
En días recién pasados, con Salomé Castellanos y mi hijo Cristian Leonardo recorrimos las secciones de la Casa Miqueas -dormitorios, pabellones, aulas, talleres, salas de cocina y recreativas, etc.-, en la afable compañía de Michael Miller, espíritu, aliento y fuerza del plantel, localizado a diez kilómetros de la ciudad capital, carretera hacia Olancho. Advertimos, de inmediato, la calidez hogareña y solidaria que emana en sus interiores y el afecto comprensivo de empleados y maestros en el trato con esos niños y jóvenes que han buscado lo que el Estado escasamente les brinda: seguridad, educación, salud, recreación.
Dramáticos testimonios de sufrimientos vividos -que escuchamos contritos-, nos permiten valorar a conciencia el trabajo en equipo que hace casi 20 años emprenden estos hombres y mujeres, y, al mismo tiempo, constatar que a la luz del auxilio necesario afloran el talento y la aptitud del hondureño, como en los casos ejemplares de Brayan, un niño de once años -quien aún juega con “carritos”- dedicado al dibujo y la pintura; de Josué, diestro en tocar el teclado; de John, un despierto joven garífuna que tamborilea con sus hábiles falanges, y de Pedro Luis, próximo a coronar estudios profesionales.
Todos y todas: misioneros y aportantes, médicos y profesores, voluntarios y personal misceláneo, jóvenes que han logrado o van logrando -en un difícil proceso- levantarse y vencer traumas y vicios, sustentan y dan sentido al Proyecto Miqueas, el cual a la luz de la fe cristiana de Michael y Salomé representa la “obra arquitectónica del Padre Celestial”.