Seis narrativas hondureñas en el comienzo del tercer milenio

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14 de enero de 2024
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12:05 am
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Seis narrativas hondureñas en el comienzo del tercer milenio

Giovanny Rodríguez.

Una oración comienza a ser bella desde
el momento en que tiene sentido,
desde que tiene forma y orden, desde que el
lenguaje comienza a enhebrar las palabras,
aunque las enhebre para hilar un insulto,
una frase obscena, una orden de ejecución,
un desprecio. (…) Esta es la novela que tienen que leer. El autor se llama Ítalo Calvino.

Sergio Arturo Zepeda

Quiero comentar brevemente la obra de seis narradores hondureños contemporáneos. Los he escogido porque me gusta cómo hilan sus textos y porque considero que tienen aportes interesantes a la narrativa nacional. Sé que hay más narradores interesantísimos en nuestra literatura actual, pero el poco espacio no me deja abordarlos a todos en este pequeño comentario. Me disculpo hipócritamente por la omisión de alguno que pudiere sentirse agraviado, y más si el agravio es la inclusión en esta lista.

Con los autores que voy a exponer cometeré otro abuso: los enumeraré en orden creciente, de los que me gustan a los que más me gustan. Trataré de señalar algunas de las características por las que me ha placido leerlos y que yo considero que son aportes a la literatura hondureña del siglo XXI. Pero debo advertir también que para mí la literatura es un juego y por eso un asunto muy serio, que solo la entiendo si puedo establecer un diálogo con los textos, en el que señalo lo que veo en ellos y ellos me enriquecen a mí con sus espacios recreativos y con lo que me revelan del mundo y la condición humana. Empecemos, ilustrado lector.

La liviandad del acto erótico: Eduardo Bärh
El primero es Eduardo Bärh. Nació en 1940, en Tela, murió en 2023, en Tegucigalpa. Era el hombre más feliz que recuerdo haber conocido. Dos de sus libros han marcado la narrativa hondureña, la han renovado: “El cuento de la guerra” (1971) y “Fotografía del peñasco” (1969). Con ellos dotó a la narrativa nacional, entre otras cosas, de personajes que miraban los sucesos desde una visión original que revelaban al lector, es decir, Eduardo les dio a los lectores hondureños la posibilidad de establecer una relación íntima con sus personajes, con quienes comparten una realidad muchas veces anonadante.

Pero el libro que lo pone hoy entre nosotros se llama “El oculto sexo de la luna” (2019). No se dejen confundir por el título, realmente es un libro sobre sexo. Tal vez mi ignorancia me traicione, pero no recuerdo ningún otro libro completo con esta temática en la literatura hondureña.

Una cosa interesante de los relatos de este libro son los lugares donde ocurren los hechos: la ciudad de Tegucigalpa, en dormitorios, parques, colegios e incluso a un costado de la catedral; en todos estos lugares se puede realizar la acción erótica, como ustedes bien saben. Y eso hace que la acción, aunque disfrutable por el erotismo, sea inverosímil para los lectores que exigen cierta lógica narrativa, es decir que los acontecimientos fluyan para crear una trama, respetando las reglas de la ficción impuesta por el mismo autor. Tomemos, por ejemplo, La confesión: una joven se acerca donde un pobre diablo que lee a la par de una iglesia. Le confiesa que su padre la viola. Lo mira, se acerca más y le hace una felación al aire libre; él permanece felizmente petrificado. Termina y le dice que nunca ha sido violada realmente, que probablemente es virgen y que los besos lingüísticos que acaba de propinarle tenían una intención didáctica: saber cuán grande podría ser el pecado de ese ahora feliz pobre diablo. Como se ve, el aporte de estos cuentos no es la construcción de motivaciones narrativas creíbles para sus personajes. Parece que Barh quiere sólo crear situaciones transgresoras, irreverentes, un poco blasfemas, y para eso dispone un lugar (no un mundo donde los personas puedan moverse sino un lugar donde puedan estar y cometer un acto inmoral), una niña y un viejo a la sombra de una iglesia. Hay un tufillo anticlerical en todo esto.

Para crear estas escenas Bärh usa un lenguaje delicado, conciso, tierno incluso cuando lo que sucede sea un poco bestial o aberrante. La delicadeza con que el lenguaje trata de ocultar algunas cosas (algunas partes) deja al lector con la paradójica sensación de estar ante un autor experimentado e ingenuo a la vez, cargado con un arsenal de pervertidas cursilerías. Por ejemplo: “El chico ya ha pasado a morder y lamer con delicadeza en mi fruta meliflua y relamer todos mis frascos de pezones en almíbar. Rápidamente me atenaza por detrás en plena tienda, delante de todos, y con la misma suavidad, pero con mucha diligencia acomoda poco a poco, por la nave de las golosinas secretas, un baguette dentro de mi canasta”. Subrayo el sintagma “en plena tienda”, el lugar de los hechos, y dejo que crezca en el lector la curiosidad y el juicio sobre esta obra, cuya lectura es sumamente entretenida, que es quizá una de las mejores cosas que pueden decirse de un libro.

Las cárceles en la mente de la escritora: Rebeca Becerra
La narradora Rebeca Ethel Becerra Lanza nació en 1970. Es, sobre todo, una maravillosa poeta. Pero en 2021 publicó El enigma del gato ciego, cinco relatos donde la realidad está llena de huecos por los que se filtra lo fantástico. Esto produce en los lectores una condición de extrañeza, de estar ante un suceso terrible, más terrible aun cuando no se define con claridad.

Como en el caso de Bärh, Becerra crea espacios narrativos que parecen escenarios, en este caso para que los personajes desarrollen los actos de su tragedia. Pero a diferencia de Bärh, estos espacios no parecen concretos, son ideas de espacios, como si las acciones de los personajes sucedieran en una mente que los piensa o los sueña. Por eso en estos cuentos es difícil imaginar un mundo donde los personajes puedan ir de un lugar a otro, como en El señor de los anillos, por ejemplo.

En el primer cuento del libro, El manuscrito, un personaje, al menos intuimos que es un personaje, ve a su autor acecharlo desde una banca, ve cómo planea matarlo e inventa una acción para adelantarse. Lo especial de este cuento es la trama, la forma en que la autora ha hilvanado los hechos narrativos para desarrollar la historia. Parece un cuento hecho por el ilustrador Maurits Cornelis Escher, sobre dos vidas, una de ficción y otra real de ficción, que se cruzan en un punto improbable, que están atadas por el hilo conductor del proceso creativo, que son la misma y otra a la vez. Es por esta razón que a través de los ojos de uno podemos ver lo que hace el otro, cómo escribe al que lo ve. Este es precisamente uno de los méritos de este relato: la velocidad con que se pasa de un sitio a otro, de la mirada de un personaje a la del otro, a veces con unos dos puntos sencillos o unas comillas que nos dicen dónde estamos.

Si se ve bien, hay algo de prisión en la idea donde viven estos personajes. Igual pasa en El enigma del gato ciego, que da nombre al libro. Roberto, Sofía y la madre de ella, los personajes, existen en una casa de espejos, como meros reflejos de luz, condenados a repetirse. Otra vez el lugar de los hechos es una idea y una prisión, una especie de laberinto que no se puede recorrer.

Una escritura así, tan etérea, tan filosófica, podría ser más aburrida que Rey del albor madrugada, perdonen la sinceridad de mi opinión sobre esa excelente novela nacional. Rebeca, sin embargo, nos salva del aburrimiento dotando de intensidad a sus personajes, y esto lo logra a través del lenguaje. Los personajes de estos cuentos no hablan, declaman sus diálogos o sus pensamientos con énfasis trágico. No se conforman con decir que el día está feo o ha sido malo, a ellos les gustan “estos días detestables, tristes, desesperantes, brumosos, asquerosos, pegajosos”. Un hombre ve a otro en el parque y es capaz de soñar con él, lo ve marcharse y analiza con intensidad romántica: “me invadió la angustia de una pérdida irreparable, y me di cuenta de que mi vida, miserable y monótona, se parecía a la de aquel hombre”.

La inmersión en el yo que propone este lenguaje lo emparenta más con la poesía que con la narrativa. Sin embargo, a veces el escritor usa esto para burlarse con sutileza de los personajes. En Sopa marinera, una mujer prepara todo minuciosamente para recibir a su examante. Está presa de lo que fueron, en un recuerdo que idealiza la relación, que a veces se fractura para dejar entrar la realidad. Todo el escenario está lleno de patetismo. La mujer recuerda la violencia que sufrió, espera que el hombre llegue, desea con ilusión que sea el mismo que odió, complacerlo, después de todo es el único hombre que ha amado, y entonces piensa con sencillez: “Sus dedos cabían perfectamente en mi hoja. También su árbol era del tamaño justo. Eso era una explosión incomparable”. El lenguaje es deliberadamente cursi, tonto, banal, como si la escritora quisiera distanciarse del personaje viéndolo con desprecio, como si su condición fuera vergonzosa.

La velocidad y el miedo en la mente del lector: Kalton Harold Bruhl
Kalton Harold Bruhl, nacido en 1976, ha publicado cinco libros de cuentos y una novela en solitario, más tres libros de relatos en colaboración con otros escritores. Lo menos que se puede decir de él es que es un escritor constante. Se ha especializado en el cuento breve, en el género del terror, en el que practica una forma narrativa que comienza con una situación que se desarrolla y culmina casi invariablemente con una sorpresa final, que detona una nueva narrativa en la mente del lector. Y allí es donde Kalton Brulh construye su terror: en la imaginación de sus lectores.

En Rituales (2021), su último libro publicado, por ejemplo, el cuento El regalo tiene el siguiente argumento: una chica se queja de lo mal que va su matrimonio. Su madre le hace un regalo y le explica cómo usarlo. La chica empieza a soñar cómo será su vida después (sin su esposo). El regalo, que ha estado por generaciones en su familia y ha sido usado por su madre antes, es un viejo “muñeco agujereado”. Nada más se cuenta en este relato, pero el lector, que sólo hasta la última línea se entera de la naturaleza del obsequio, irremediablemente empieza a especular sobre generaciones de hombres muertos por vudú y sobre el doloroso destino del actual esposo. Bruhl tiene la rara habilidad de implicar al lector, de convertirlo en coescritor del relato, pero sobre todo de hacerlo responsable de experimentar su propio terror.

Este traslado del terror del texto a la mente del lector implica cierta confianza a veces infundada en ese lector, y hace que los relatos muchas veces carezcan de atmósfera narrativa. Bruhl no desperdicia en sus cuentos un rayo repentino y decorativo, un olor a muerto de procedencia desconocida y menos una extraña luz mortecina que esté allí sin motivos. Todo en sus relatos está milimétricamente cronometrado, todo tiene una razón de ser, son pistas o parte de la escena de un crimen, de un hecho sobrenatural. Esta carencia de emoción atmosférica es la razón por la que un lector desprevenido puede presenciar la muerte de una mujer a manos de un loco en Hogar, el cuarto relato de Rituales, con la misma emoción con que un psicópata se toma un café.

A pesar de esta renuencia a brindarle al lector elementos circunstanciales que le den la impresión de estar ante realidad compleja, sus cuentos se leen sin un ápice de aburrimiento, y esto se debe a que Bruhl es un maestro de la velocidad narrativa. Para lograr esto elude con admirable rigor ahondar en el mundo interior de sus personajes, sus opiniones sobre la vida, el mundo o la literatura le importan un bledo. A Bruhl le preocupan las acciones. Por eso sus cuentos están hechos con oraciones breves, cristalinas, sin retorcijones innecesarios, que se suceden una tras otra hasta construir una trama que nunca se complica innecesariamente. Después de todo, qué sentido tiene darle al lector una historia que no va a entender, que lo aburrirá o que simplemente no querrá leer porque le suena demasiado intelectual, esta parece ser la preocupación que pesa sobre el proceso creativo de este escritor.

La lentitud y el ritmo del narrador: Giovanni Rodríguez
Giovanni Rodríguez nació en 1980 en San Luis, Santa Bárbara. Pero la ciudad hondureña que predomina en sus obras es San Pedro Sula, con su calor, sus crímenes, sus cafés, su detective genial y, claro, los cafés donde su detective genial resuelve, prácticamente sentado, los crímenes más difíciles (este es el caso de López, protagonista de Los días y los muertos, una de las novelas de este autor). Si se piensa bien, la otra opción de lugar narrativo era una biblioteca, así de variada es la vida un escritor.

Sin embargo, la obra narrativa de Rodríguez sí es variada e interesante. Ha transitado desde el predominio del humor y la sátira En ficción hereje para lectores castos, cuyo título trasluce una visión idílica del lector, pasando por la novela negra, hasta Anchuria, una novela que mezcla ficción e información real para brindar una versión crítica de Honduras que bien puede leerse también como una sátira, y donde el protagonista principal conoce a su contraparte femenina precisamente en una biblioteca.

En esta novela habitan personajes históricos como Samuel Zemurray, magnate del banano, el expresidente Manual Bonilla, uno que otro mercenario más y O. Henry, uno de los más grandes narradores norteamericanos, que habitó estas tierras y las retrató con ironía en una novela: De repollos y reyes. Asumir esta realidad histórica como material narrativo obliga a Rodríguez a ejercer la documentación como proceso creativo, algo que aquí es menos común de lo que cuentan nuestros escritores.

Si Kalton Bruhl es un fanático de la velocidad, Rodríguez es su némesis. Se trata de un escritor que carece de prisas narrativas, que entiende que lo esencial para cautivar al lector no es pasar de paso y que apenas note el paisaje mientras todo se precipita hacia el final, lo esencial es crear un mundo personal y creíble. Rodríguez entonces trabaja por delinear a sus personajes física y psicológicamente a través de descripciones, pero también por la forma en que hablan o actúan, por ejemplo: “permítanme ahora (…) una breve descripción prosopográfica: su cabello, del tipo que suelen llamar ensortijado, pero que yo prefiero llamar musuco, estaba recogido con una cola multicolor alrededor de su cabeza”. Véase que al mismo tiempo que se describe a la protagonista, el lector se empieza a configurar una idea del tipo de persona que es el personaje masculino: respetuoso (pide permiso), culto, nerd o estudiante (usa prosopográfica, ¿qué persona podría hablar así?), propenso a una especie de cursilería vital que lo obliga a emplear la palabra musuco.

Uno de los admirables detalles creativos de Rodríguez es que su prosa está compuesta de largas oraciones que se encadenan mediante la subordinación sintáctica y para mantener el ritmo narrativo emplea la repetición de algunas palabras claves. Es el caso de “el pasado que me obsesiona de la historia de mi país tiene que ver con el pasado de mi propia vida, y específicamente con una pequeñísima porción de la historia de mi vida con aquella mujer durante mi último año en Madrid”. Nótese la repetición de “pasado” y “vida” y la función de sentido y rítmica que cumple en el todo. Sin embargo, el abuso de este proceso, como en el caso de los cigarros que dañan la salud, puede provocar que la prosa parezca monótona e innecesariamente reiterativa en ocasiones.

El peso de las imágenes: Samuel Trigueros
Samuel Trigueros nació en 1967. Es poeta, narrador, actor, editor y, sobre todo, pintor, esto último es visible en su obra narrativa. En 2016 publicó Una despedida, novela brevísima, tan breve que el libro se vuela fácilmente con el viento. A pesar esto, se trata de un texto complejo estructuralmente. La narración, por ejemplo, consta de dos partes, una en primera persona y la otra en tercera, más una voz poética que se intercala como un murmullo o un monólogo trágico entre un capítulo y otro y parece que expone o canta la intimidad del protagonista.

Este uso de las voces narrativas obedece a un fin práctico. La primera persona se emplea para contar cómo el protagonista busca a su padre, un salvadoreño obligado a volver a su país durante la guerra del 69, cómo lo encuentra 30 años después y cómo se despide de él porque lo decepciona su cobardía. En tercera persona se narra un amor del protagonista, la historia de una mujer que lo abandona, luego se reencuentran y él decide despedirse de ella para siempre, con un balazo. Se trata de dos tramos de la misma historia, ¿por qué entonces dos voces narrativas? Trigueros no es inocente, sabe que si su protagonista muere al final, al menos en uno novela realista, no puede hablar en primera persona por una razón sencilla: los cadáveres no hablan.

Este truco narrativo revela una enorme consciencia de la diferencia entre el mundo del narrador y el del escritor. Trigueros no se confunde, urde la historia de un personaje, no la suya. Esto le permite distanciarse lo suficiente para crear espacios narrativos que el lector va imaginando como si fueran pinturas. Por ejemplo: “por el tejado roto entran los haces de luz que descienden iluminando millones de partículas de polvo girante. Sobre los canceles, sobre la mesa, sobre mi brazo se forman lamparones de polvo. Uno de esos rayos ha caído sobre el viejo cancel. Exactamente sobre el anuncio de revista donde aparece el hombre que acciona una gran máquina. Lo demás es sombra”. El lenguaje que se usa aquí pesa, es denso, aunque la situación es sencilla, es un poco asfixiante a pesar de su belleza, es tan preciso que aniquila cualquier interpretación o sentimiento y nos deja sólo ante la mera imagen.

El cine y el mundo: Dennis Arita
El último narrador de esta lista es Dennis Ricardo Arita, nacido en La Lima en 1969. Ha publicado cuatro libros de relatos: Final de invierno (2008), Música del desierto (2011), El visitante y otros cuentos de terror (2018), en colaboración con Kalton Bruhl, y el último, El tigre hambriento (2022). Hay, además, una leyenda urbana en la que se asegura que escribe una novela eternamente inacabada, llamada poéticamente La melancolía del karateca, y que trabaja también en una serie de relatos sobre operaciones zombis y nazis en el tiempo de Carías. Por los libros que ha publicado, es claro que se trata de un autor capaz de todo.

Arita está un paso adelante de todos los escritores mencionados aquí: no crea espacios narrativos, crea pequeñas ciudades, mundos de bolsillo donde los personajes pueden moverse de un espacio a otro, encontrarse por casualidad, no encontrarse por casualidad, espiarse, engañarse y morir, entro otras cosas que acostumbran a hacer los personajes de ficción. Para el caso, en el relato El tigre hambriento, que da nombre a su último libro, tres personajes (el típico asesino sádico; su novia, la típica mujer que literalmente se transforma en una bestia asesina; y el amante de esta mujer) se mueven entre la oficina de una criminal (que termina asesinada), un bar, un autolote, una barbería, una casa, otra casa, un motel y varias calles. Esta geografía funciona tan bien que podría decirse que la trama del relato consiste en los movimientos de los personajes de un punto a otro, motivados por diferentes razones “humanas”, hasta que convergen en un punto en el que uno muere, el otro huye y la otra se come, literalmente, a su novio.

Este final improbable, Arita la hace verosímil construyendo con paciencia las motivaciones de sus personajes, dándole a cada uno una historia, una idiosincrasia (que a veces puede percibirse en el diálogo) y una conducta inmoral. Como el espacio narrativo, la estructura del relato está cuidadosamente dispuesta en seis secciones, dos para cada personaje. Tampoco la disposición estructural de los bloques narrativos es gratuita en este autor.

El primer cuento del libro se llama Antes de dormir y está construido en siete cuadros narrativos, así: 1) un niño en un cuarto sueña que es un camionero y piensa en sacar lombrices de la tierra, 2) un camionero en un comedor acosa a una pareja usando unas lombrices, 3) el niño en el cuarto tiene una pesadilla con una sombra, 4) el camionero mata a la pareja en la carretera, 5) el niño en el cuarto sueña que va en un camión y es feliz, 6) el camionero entra en un cuarto y juega con sus lombrices, 7) el niño está en un comedor y le tiene miedo a su padre. Esta técnica narrativa viene del cine y consiste en contar dos historias paralelas (en este caso la de un niño atormentado y un conductor asesino) para dejar que el espectador haga el nexo entre ellas. De esta manera, Dennis Arita involucra a sus lectores en la historia, los hace construir un puente entre los dos personajes. Para que hagan esto los arrea como a borregos: les pone unas lombrices de tierra que comparten ambos personajes, hace al niño soñar con ser camionero, le da al niño un motivo para ser asesino (el temor al padre) y luego pone al camionero en un cuarto y al niño en un comedor, invirtiendo los lugares donde comenzaron al inicio de la narración. La historia del niño, además, está contada en primera persona y la del camionero en tercera. El narrador se identifica con el niño, es inocente, víctima, y se separa del asesino, a quien ve desde afuera. Esto aporta variedad y movimiento a la narrativa, que pasa de un punto de vista a otro constantemente.

Arita construye este enorme aparataje narrativo con un lenguaje trabajado con delicadeza y precisión, creando escenas en las que el lector puede ver el movimiento de los personajes e incluso percibir su naturaleza a través de un gesto. Por ejemplo: “La explosión hace que el camionero dé un leve salto en el asiento. Saca la cabeza para sentir algo de las llamas que iluminan los troncos, pero no recibe más que la caricia gélida de la neblina”. El camionero acaba de embestir al carro de la pareja y desea sentir el fuego de la explosión y la muerte que ha provocado, casi podemos escucharlo decir lo mismo que al sargento de Apocalypse Now: Amo el olor del napalm por la mañana.

De la misma manera que domina varios registros narrativos, Arita emplea varios registros lingüísticos. El lenguaje de sus cuentos puede ser refinado o directo, claro, culto y hasta pomposo como el de la poesía barroca, pero también conversacional y popular. Uno de los mayores logros de este autor es incorporar con naturalidad en su narrativa las estructuras del lenguaje popular, no simplemente el vocabulario. Arita le imprime a su prosa un ritmo en el que el lenguaje cotidiano de los barrios hondureños encaja casi perfectamente. Para el caso, en “Si te vi, no me acuerdo”, publicado en la antología Doce cuentos negros y violentos, Antúnez, el personaje principal, habla y piensa así: “El Mono volteó a verme antes de que pudiera cerrar los ojos y hacerme el pendejo. –Ve -se rio-, ya se despertó esta mierda-. Se acercó dando taconazos, me quedó una fracción de segundos para dejar caer el morro hacia atrás. Por la rendija de los párpados pude medio ver lo que hacía aquella pandilla de hijos de puta. Montesinos parecía estar modelando: una mano en la cintura y otra agarrándole la barbilla. Se arregló la corbata y siguió con la mirada al Mono”.

El empleo de estructuras sintácticas más propias del lenguaje oral que del escrito le aporta vitalidad y fluidez a la narrativa, pero también la fija a una realidad en la que el escritor ha profundizado para encontrar la musicalidad con que las personas hablan el español más chusco, entre la pobreza y la violencia. Dennis Arita idealiza está realidad hasta crear un universo estético donde cada personaje vive una especie de epopeya de barrio, con el garbo de un mendigo del cine mexicano clásico.

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