Cuento: EL HOMBRE DE LA ESQUINA DEL BULEVAR

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11 de febrero de 2024
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12:36 am
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Cuento: EL HOMBRE DE LA ESQUINA DEL BULEVAR

Juan Ramón Martínez

Un día, lo vi. En horas de la mañana. El sol era una caricia. En noviembre los vientos, movían las copas de las palmeras. Muy presente lo tengo. Alto, negro, delgado, pelo ensortijado, piel oscura, tostada y agrietada por las infamias de la vida; mirada vidriosa, marcada por la tristeza; era él. Me sorprendió. Parecía que no había dormido bien. Sentado en el bordillo, con sus zapatos cubiertos de polvo –la capital tenía solo unas pocas calles pavimentadas, la mayoría eran de tierra. Lodo en los inviernos; y, polvo suspendido, en los largos veranos—, y al lado suyo, una maleta negra, vieja, a la que los años, gritaban su desamparo desde lejos. Vestía un traje negro, abotonado y una corbata, igualmente negra, bien anudada en el cuello, raída y sin planchar, de una camisa que, en su infancia fue blanca, sin duda alguna. Era un hombre esperando, sin prisa alguna que alguien vendrá a su encuentro, para llevarle a un lugar que nunca nadie supo el nombre, porque el hombre del bulevar Morazán, nunca habló con nadie, me dijeron. Algunos burócratas de las oficinas cercanas dijeron que no hablaba español. Inglés dijo uno. Los que le confundían con un mendigo y con bondad querían regalarle algunas monedas, las rechaza con natural dignidad, dándoles las espaldas encorvadas por los años. Era un hombre viejo. Debía tener por los menos setenta y ocho años, y por el tamaño de las manos, debió ser un obrero que había entregado sus habilidades sobre el torno de una fábrica que nadie supo dónde estaba y que producía. Aunque nunca le oímos una palabra siquiera, fue claro que no hablaba español. Su lengua como habían dicho, era el inglés, confirme después. Era un extranjero, que estaba siempre, en el mismo lugar, puntual, esperando el encuentro con el hijo, la hija o el sobrino que, vendría por él. Durante varios años, le vi. El resto de los transeúntes, se acostumbraron tanto a su presencia que, lo ignoraron. Lo convirtieron en una cosa, un obstáculo visual más del paisaje. Los edificios descascarados del vecindario, la calle llena de agujeros por la indolencia de la municipalidad; y el trafico incesante de los vehículos y los apresurados transeúntes que llegaban desde los extremos, para acotar distancia en dirección al Mercado Municipal, ahogaron su presencia. Un día, despareció. Solo yo lo supe y lo lamenté. Sentí que su ausencia, destruía la unidad del barrio ruinoso. Para las transeúntes acostumbradas, la desaparición fue una cuestión normal, como la caída de un árbol viejo, la casa que destruyeron para levantar un edificio apurado en donde pusieron un restaurante extranjero; o el fin del grito de los pájaros alborotados que el invierno obliga a emigrar en búsqueda de otros climas distantes, más amigables. Note su ausencia. Para mí era el ejemplo de la confianza en el humano esperanzado que el otro, llegaría porque nunca dejaba atrás a su padre, a su hermano o a su hijo. Que en el rostro indicaba que confiaba que, vendrían por él. Me resultó fácil imaginar que, al fin, el hijo esperado, después de muchos años ignorándolo, se había acordado del padre; y llegado, emocionado al encuentro con el progenitor, llevándoselo con él, a ignorado lugar. Pero, también pensé pudo haber llegado por él, la muerte, su muerte, a buscarlo en una sórdida calle, y su cuerpo, levantado por los recogedores de basura y enterrado, como piltrafa, en un agujero por la compasión de los pobres que no soportaron sus olores. No lo sé. Y a nadie le puedo preguntar, sobre lo ocurrido al hombre solitario del bulevar y su espera infinita. Nadie, tampoco, dijo nada sobre la maleta negra. Menos sobre los zapatos grandes y el traje maltratado por los años y los vientos. Imaginé que contenía la maleta. Algún libro, una camisa raída y un calzoncillo agujereado. No lo sé. Solo queda la fuerza de la imaginación para reconstruir el encuentro posible. Con el hijo o con la muerte. Nada más. Sin descartar que de repente, el hombre vestido de negro, nunca existió. Toda esta historia también, puede ser el fruto de mis sueños y mis ansiedades. O de mis nostalgias, porque nunca ha venido mi hijo por mí. Estoy en la esquina del bulevar, esperando que mañana venga por mí. Desde hace meses tengo miedo. La Policía anda recogiendo mendigos. Por eso cambio de lugar cada vez que puedo. De repente por ello, es que mi hijo no me encontró. Pero ahora que saco cuentas, nunca tuve un hijo, que “llevarme a la boca”. No tengo fotografía alguna, o carta arrugada; ni recuerdo el nombre siquiera. Por lo que igual, al hombre negro, creo que nunca vendrán por mí. Lo que me importa poco. Lo que vale es la espera, un ejercicio para engañar temporalmente a la muerte. Y para que la tristeza no siga agujerándome el traje, negro, descolorido, sucio de mendigo sin esperanza. Un policía, oigo, grita bruscamente, “suba a la patrulla”. No me lo esperaba. Han venido por mí, pienso. Me golpea la cabeza. Y, no se más.

Tegucigalpa, septiembre 3 de 2023

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