El Seminarista de los ojos rojos (*)

MA
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7 de abril de 2024
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12:10 am
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El Seminarista de los ojos rojos (*)

Ernesto Bondy

El monaguillo se movió intranquilo frente a la feligresía, observando a la agraciada muchacha arrodillarse con devoción en la grada frente a él, y espió furtivo de cómo ella arqueaba tenuemente la espalda y los colochos dorados le caían vaporosos sobre sus hombros…, «―¡El escote, ayayay…! ―masculló el acólito para sus adentros». «―¿Por qué tenía  que lucir de manera tan perversa la inocente niña, justo en el momento de la Consagración?».

Cada domingo era su providencia. Cada día de guardar el seminarista complacía su morbo ojeando a la sobrina del obispo en la misa del mediodía. No podía soslayarlo. Le embelesaba de cómo se engalanaba aquella criatura del rebaño, exaltándole el contraste de su piel marfil con la chalina turquesa de tisú y cualesquiera otros atuendos que la joven luciese, aunque su fetiche más enloquecedor era aquel crucifijo de filigrana de oro peruano que colgaba alucinadamente por encima de la oquedad pecaminosa de sus senos.

Durante toda la semana desmayaba trabajando en las labores del claustro para expiar sus tentaciones. Dormía mal, se flagelaba y lucía todo el tiempo los ojos inyectados en sangre, dedicando cualquier tiempo flojo a la plegaria en su celda de clausura. Pese a todo, aun portando un feroz silicio no lograba apartar de su mente las visiones de la pariente del prelado. De aquel hueco oscuro en el escote que lo conduciría hasta Mefistófeles… ¿o a ríos de agua y mieles?

«¡Pero mi Micaela sagrada, ¡Dios mío, aléjate…, que quebrantáis mis votos…!» ―Había renegado esta vez al verla acudir al culto, sacudiendo frenéticamente la campanilla hasta que el sacerdote lo advirtió con la mirada.

No obstante, sin importarle el escarmiento semanal él se obsesionaba por oficiar de sacristán todos los domingos en misa de doce. Conocía que en maitines asistían solamente beatas, señoras recién amanecidas, mientras que al culto de mediodía concurrían las mujeres más guapas de la ciudad, jóvenes y no, emperifolladas y transpiradas…, que agitaban sus delirios mundanos cuando asistían al templo. Después de admirar a Micaela pasó la mirada por las primeras bancas en busca de sus otras atracciones: Las pantorrillas pulidas de la maestra escolar, las solteronas Martínez que jamás vestían enaguas, Gretel la hija de don Gunther con sus tetas rubicundas por reventar, sentada a la zaga de las huérfanas en flor de las matronas legionarias –¡Dios santo!–, tobillos a montón, la nuca de la palestina con su sendero de vellos bajando hasta los paraísos prohibidos de su cuerpo sin sol y los ojuelos en las rodillas de Fabiola…, y demás alucinaciones que reverberaban en su mente pecaminosa en la monótona actividad litúrgica de la Catedral.

Durante la eucaristía vivía su máxima angustia. Mientras transcurría la liturgia el acolito, de rodillas, divisaba parcialmente al público por entre las columnas de la barandilla que separaba el presbiterio; empero, durante la comunión las damas se acercaban al comulgatorio y ese era el momento de su total desplome espiritual. Las devotas se arrodillaban en la escalinata frente al sacerdote y el monaguillo sudaba a chorros portando la batea ceremonial.

«Vade retro, Satán…» -imploraba arrugando los ojos en cada hostia que entregaba el sacerdote.

Pero, al agachar el cuerpo para colocar la patena bajo la barbilla de las damas, cuando estas se sometían fervorosas para que el cura les brindara la hostia, los escotes de las feligresas se distendían en todas formas insinuando y mostrando su interior pecaminoso, abriéndose los espacios para que el fogoso acolito contemplara un florilegio de bustos jamás pintados por Botticelli ni Rossetti, sumisas, una mujer al par de la otra, desposadas o doncellas, enseñando sus bondades con la mirada gacha y las blusas por estallar.

Medallones y escapularios entre jugosos regazos, tetas obscenas o brotes inocentes, camafeos, Luzbel azuzando su lascivia, rosetones y tensos pezones a vuelta de la esquina, relicarios sudorosos, cadenas de oro, pedrería preciosa y el mismo Moloch hurgando al santo, y todo aquel conjunto de afeites, aromas y bálsamos exóticos que se elevaban hasta sus fosas nasales, penetrándole el alma hasta los tramos más oscuros del pecado carnal.

«Micaela, ¡Dios bendito!» –Alucinaba él acolito al verla ingerir la hostia entre sus labios rosa– «Micaela de mis quebrantos… Con tu corpiño nacarado entre todas las mujeres, tentándome con el pecado palpable de tu figura y el aroma a sándalo que dejas al pasar…»

Al concluir el oficio, un instante después de la bendición del sacerdote, Micaela se marchaba altiva entre las demás parroquianas meneando su cándida silueta, mientras el seminarista, de nuevo, desengañado, volvía con sus ojos enrojecido al claustro gris del monasterio con sus fantasías reverdecidas.

— ϕ —

(*) Cuento ganador “Premio Único” en el concurso Cuentos cortos inéditos Rafael Heliodoro Valle de diario El Heraldo, 2017. Este cuento se editó en la antología “El cuento sacrílego y pecaminoso en Honduras” de la editorial La hermandad de la uva, entre otros once autores que llegan a cubrir esta temática históricamente censurada o políticamente incorrecta, como un ejercicio interesado en preservar la creatividad y la libertad de pensamiento y expresión. El cuento de Bondy está incluido entre una selección de relatos sacrílegos y de placeres culposos que han sido publicados ocasionalmente en el transcurso de más de 100 años de la literatura hondureña, desde Froylán Turcios, Arturo Martínez Galindo y Alejandro Castro a principios del siglo XX y hasta Ernesto Bondy, Kalton Brulll y J.J. Bueso en los arranques narrativos del presente siglo XXI.

 

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