Una década: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, CRECIENDO ENTRE MARIPOSAS AMARILLAS

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21 de abril de 2024
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12:02 am
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Una década: GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ, CRECIENDO ENTRE MARIPOSAS AMARILLAS

Gabriel García Márquez.

Juan Ramón Martínez

El 17 de abril, a los 87 años de edad, murió en México, Gabriel García Márquez. La noticia estremeció al mundo. Una ama de casa de Moscú que había escrito a mano, en ruso, “Cien Años de Soledad” para experimentar el placer mayor de la novela más querida del idioma español y de los más derrapados sobre el mundo, se cubrió la cara y empezó llorar; en Washington, Bill Clinton, expresidente de Estados Unidos, llamó a Mercedes Barcha en ciudad de México para expresarle sus condolencias; en Madrid, Mario Vargas Llosa, dio breves declaraciones lamentando la muerte de quien había sido su gran amigo de letras y parrandas; en Bogotá, Jaime Abello, albacea de la obra del autor de Aracataca, corrió apurado, ante el asombro de su esposa, al baño, para limpiarse las lágrimas que le volvían ridícula la cara siempre joven de uno de los hombres que más admiró a Gabo, como lo llamaba con confianza; en Aracataca, el alcalde municipal, Doroteo Vasconcelos, mientras se limpiaba los zapatos en el pequeño parque de la comunidad, supo de la muerte del más distinguido de sus vecinos, por el limpiabotas que le dijo, “¿te enteraste?, ¡se nos murió el niño, en México, hoy en la mañana, carajo!”. Se levantó de la rústica silla pintada de colores, sin que le hubiera terminado de colocar el brillo final de uno de los zapatos, a sonar desaforado, las campañas de la iglesia, para disgusto del padre Calixto Bermejo que entonces daba misa y comentaba, las bellezas del evangelio y la vida de Jesucristo; en Londres, el primer ministro David Cameron, suspendió la sesión del Parlamento, para ir a la embajada de Colombia a dar las condolencias, mientras su chofer le trajo de sus habitaciones, la manoseada edición en inglés de “Cien años de Soledad”; en Honduras, el expresidente Roberto Suazo Córdova, dijo santiguándose, “qué lástima, lo había invitado a visitarnos y ahora ya no podrá venir a comer con nosotros”; en Lepaterique, en una hamaca, descansando y viendo la grama verde que mantenía viva, gracias a su dedicación y las virtudes del agua fresca de los cerros, un escritor local, nacido en Olanchito, recibió una llamada de Nery Alexis Gaitán. Directo dijo: “acaba de morir Gabo en México, lo siento mucho”.

Solo en La Habana, nadie movió un músculo. Fidel Castro, ya afectado en su salud y con el poder de la costumbre del mando natural dañado, no dijo nada; y, tampoco el gobierno emitió ninguna declaración en que la administración de los hermanos Castro lamentaba el hecho. En resumen, la muerte de Gabriel García Márquez, opacó todo lo demás. Se volvió la más importante. Se alegraron los editores de los periódicos. Les facilitó las cosas a los diagramadores. Simplemente, publicaron en las cabeceras de los diarios, “Murió García Márquez”. Solo los “Pontífices Maximus” que viven en Roma y que representan a Cristo en la tierra, dijo Carmindo Morales en el parque Morazán de Olanchito, “reciben más espacio en las noticias que García Márquez, cuando se mueren, confirmando que fue un gran hombre, ¿verdad?”. En Aracataca, donde había nacido García Márquez, Pedro Aldovarán, vendedor de flores, dejó el mercado; y, se fue a su casa a emborracharse, en homenaje al muerto, su compañero de escuela primaria.

Dora Lucía González Pinilla, embajadora de Colombia y Víctor Ramos Rivera, director de la AHL en el acto de colocación de la fotografía de García Márquez, el 17 de abril, 2024.

II
Diez años después, el recuerdo de su muerte, le quita el ácido rencoroso a la guerra de Gaza, la amenaza de represalia de Irán, los juicios sexuales contra Trump en una Corte de Nueva York, y colocan en segundo lugar la pugna partidaria en España, las preocupaciones por el crecimiento en la oferta de China que amenaza el capitalismo mundial que con una eficiencia sorprendente ha aumentado la oferta de productos de bajo precio, la pelea rural entre López Obrador y Noboa; y las declaraciones ridículas de la presidente de Honduras Xiomara Castro, imaginándose líder de CELAC e incluso los abrazos de Milei, con Musk, todo pasó a otro lugar, para que el mundo cantara a las mariposas amarillas, Mauricio Babilonia, y recuerde el bigote alegre de Gabriel García Márquez, que después de muerto, hace diez años en México, sigue siendo el literato más popular del mundo. Y “Cien años de Soledad”, consolida su condición de la mejor novela escrita en español, después del Quijote de la Mancha. Y, de la Biblia Latinoamericana.

III
Leí, “Cien años de Soledad” en 1968. Compré la primera edición –la de la e invertida– en Guatemala. Me impresionó, desde las primeras expresiones que todos los buenos lectores del mundo repiten con gozo y alegría: “Muchos años después, el coronel Aureliano Buendía, ante el pelotón de fusilamiento, recordaría la tarde que, su abuelo lo llevó a conocer el hielo”. Me gustó el estilo, los adjetivos, mesurados pero evidentes, y por supuesto, las historias desbocadas; y el ambiente en donde ocurrían los hechos. Era la costa norte de Honduras. La Calle de los Turcos, estaba en Olanchito; y Melquiades, era una avanzada de los gitanos que, en cada temporada gozosa, llegaban de campo en campo bananeros, los Macondos repetidos, contando historias, adivinando la suerte; y haciendo transacciones que algunas veces, los engañados más bien celebraban, porque más que el timo, lo importante era la gracia, el talento y la belleza de la truhanería. Al medio de la lectura, me di cuenta que “Cien Años de Soledad” era, como lo había enseñado Borges, el libro de los libros, todos los libros; que la historia de los Buendía y Úrsula Iguarán era la de todos nuestros padres; y que Remedios la bella, no era otra cosa que la novia que habíamos invitado y que ella, nos había dejado, para gozo de todos los que se burlaban de nuestras querencias con la literatura, por medio del abusivo intento de romper los límites de la realidad posible. Sin que nadie me lo dijera, supe, con la intuición que mis amigos literatos profesionales siempre me señalaron, que estábamos ante el más grandes escritor que la vida nos había dado la oportunidad de conocer y leer. Y que Gabo, era el y todos los escritores. Y en el ajado uniforme del coronel Buendía, pude oler las desgracias amargas de los combatientes políticos que mataron, lloraron y ofendieron a sus adversarios, también coroneles, siguiendo en las montañas, cerradas a los iracundos caudillos enamorados del poder. América Latina, en “Cien años de Soledad”, cobró nítidamente, para mí y para mi generación, el carácter de mosaico vivo de nuestras realidades, desvaríos y por supuesto, vivas ilusiones incorregibles, constructoras de utopías fugaces, una vez que los marxismos las hicieron pedazos, unos pocos años después, con sus repetidas tonterías.

IV
Lo conocí una tarde, en 2007, en Cartagena de Indias, Colombia, en el Congreso Internacional de la Lengua. Esperamos en el auditorio del Centro de Convenciones. Ingresó, precedido por Juan Carlos I, el Rey de España, el presidente de Colombia, Álvaro Uribe, los expresidentes colombianos Belisario Betancourt y Ernesto Samper; Martín Torrijos de Panamá, Bill Clinton de Estados Unidos, embajadores, ministros, obispos, escritores, académicos de todo el mundo, con inquieta y sofrenada emoción. Estaba sentado en la primera fila del bello anfiteatro, arropado por las caricias del aire acondicionado y la compañía de entusiastas profesoras universitarias de letras y lenguas de las universidades colombianas. Para hacer alegría común, empecé a recitar las palabras iniciales de “Cien Años de Soledad”. En vez de tardé dije, “el día que”…. Y en coro, cantando, más de diez bellas literatas que jamás había visto, me gritaron alegres y festivas, “tarde”, para alegría de todos y por supuesto, también para mí. Entraron todos y los aplaudimos; pero esperábamos como en un gran banquete, el plato principal. Entró García Márquez, casi flotando. Del techo cayeron millares de pedazos de papel amarillo y un conjunto colombiano tocó, en un sonido impecable, incluso para los más sordos musicalmente como yo, el vallenato más popular del mundo, como nunca lo había oído, coreado por las más entusiastas voces del mundo. Vestía el liqui–lique con que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1982. Calzaba unas zapatillas de color rojo, con hebilla dorada propia de un cardenal católico, que me recordó a los que usaban los papas de entonces, y sobre la cara la sonrisa abierta, con los dientes alineados, la sombra encima del bigote entrecano, con el cual le agregaba alegría a su figura patriarcal, Gabriel García Márquez. No recuerdo si grité como un adolescente, creo que sí, porque el peso de las multitudes anula a las más refunfuñonas composturas. El Rey de España lo saludó y el presidente de Colombia, Álvaro Uribe, lo colocó entre los dos. Una orquesta de niños, siguió tocando mariposas amarillas; y Gabo, sonriendo con el mismo entusiasmo de siempre, dio la impresión que más que escritor era un conquistador de simpatías, coleccionista de amistades, en todas las lenguas y miradas brillantes, en todas las razas de la humanidad terrena. Leyó, con voz de tenor desvelado, un discurso que ya le habíamos escuchado. Para entonces, se insinuaba que sus facultades empezaban a decaer; o el peso de los compromisos literarios, como los cantantes, le obligaban a leer las mismas cosas, diciendo las mismas gracias que le conquistaban los aplausos de una multitud rendida a su figura y su talento. Regresé, muy emocionado al hotel, frente al mar; y después de ir al baño, escribí, con las emociones desbordadas, un artículo para La Tribuna, de Tegucigalpa, Honduras. En el Contracorriente que publicó el periódico de la capital hondureña, referí la visión: había visto levitar a García Márquez, entre aplausos, en Colombia. El artículo tenía tal convicción, que un pastor evangélico, iracundo y fundamentalista sin remedio, me reclamó en carta publicada en “La Tribuna del Pueblo” del mismo periódico, porque la virtud de levitar solo correspondía, exclusivamente, a Jesucristo. Y, además, cometía el sacrilegio de comparar a García Márquez con Jesucristo, el hijo de Dios. No le contesté por razones más que obvias; de repente, una por razón teológica que no podría entender; y otras, por capricho personal.

VI
El día siguiente, almorzamos en el Club Náutico, en un agasajo del presidente Álvaro Uribe, a los participantes en el Congreso Internacional de la Lengua. Allí hablaron Uribe y Clinton. La complicidad fue tal, que el discurso de Clinton en inglés, lo entendí o imaginé entenderlo, gracias a la magia de la literatura, a las maravillas del libro común, puente entre dos lenguas vecinas, “Cien Años de Soledad”. Dijo Clinton que él había leído “Cien Años de Soledad” en inglés, con dificultades. Pero que ahora su hija Chelsea, lo hacía en español; aplausos y alegre colectiva. Me acerqué a Gabo, que me abrazó como si hubiera sido uno de sus compañeros del Liceo de Zipaquirá. Le di un par de libros, entre ellos, “Barba Jacob en Honduras” que le recomendé que leyera porque se trataba de un colombiano brillante que había estado en La Ceiba, Honduras, en 1916. Después del almuerzo, coincidimos en la salida. Lo llevaban en hombros, literalmente, un grupo de mujeres guapas de su tiempo. Aquello me impresionó: una alegre cofradía de mujeres viejas, alegres como quinceañeras que recordando al amigo que rodeaban con inmensa alegría, lo conducían en vilo. Pasé a su lado y le pregunté: “cómo sobrevives a la gloria, sin caerte”… y seguí andando. Él me tomó del saco y me dijo, te voy a responder: “¿Te fijas que siempre me ando riendo? Es lo que hago siempre, aunque me ande cagando. Fórmula ideal”. Me reí. No nos volvimos a ver. Cosa que, por lo demás, no hace falta. Para él, en la somnolencia de su senilidad, yo era otro de sus compañeros que saludaba varias veces con alegría; y, yo, su lector, no lo necesitaba, porque me bastan sus libros, en los cuales, él sigue creciendo, como las mariposas amarillas, sobre los bosques de la literatura mundial. En la primera década, a la espera de los “Cien Años” de la resurrección, para cuando regrese a caminar sobre las aguas de los recuerdos de todas las miradas del mundo. Boquiabiertas, cuando lo vean otra vez, como lo vi, caminando sobre las aguas. Vestido de blanco. Y con zapatillas rojas, de pontífice romano.

Tegucigalpa, 17 de abril de 2024

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