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19 de mayo de 2024
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12:08 am
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Posfacio

Liminar

En una región con escasas oportunidades para concretar una carrera como artista —específicamente como escritor— cual es Centroamérica, quien la ambiciona debe aprovechar todas las ocasiones que surjan para formalizarla, sean locales o externas, siempre que disponga de ambición y cierto talento, desde luego.

Fue así como tras egresar de la Escuela Superior del Profesorado “Francisco Morazán”, en la Tegucigalpa de 1964, y luego de iniciar mi vida laboral en institutos de segunda enseñanza en la región norte de Honduras, asumí la determinación de escribir y proseguir haciéndolo en mis horas libres hasta que el éxito me sonriera o faltara, habiendo descubierto que en esa profesión un elemento importante y de posible triunfo, o triunfo potencial, eran la disciplina y los concursos literarios convocados por instituciones locales o internacionales.

Fue así como en 1968 envié mi novel narración producida (“El árbol de los pañuelos”) al Primer Certamen Centroamericano de Novela auspiciado por el Consejo Superior Universitario Centroamericano (CSUCA) y la Editorial Universitaria Centroamericana (Educa), dirigida esta por el escritor salvadoreño Ítalo López Vallecillo, y cuyo máximo lauro conquistó el igual autor salvadoreño Manlio Argueta, luego admirado amigo, con su obra “El valle de las hamacas”.

No perdí el ánimo y para 1972, cuando las mismas organizaciones anunciaron el segundo certamen remití a esa competencia cultural una novela escrita entre 1968 y 1970 titulada “Días de Ventisca, noches de huracán”, confirmando así una tendencia de que hacen risa algunos colegas y que consiste en que, al parecer, mis títulos en esa materia están siempre relacionados con la naturaleza. Varias obras posteriores insisten en tal característica.
Para mi sorpresa el premio fue anunciado desierto (casi nunca ocurre) lo que es penoso para quien se postula. ya que tal determinación revela tristemente que llegaron escasas propuestas o bien que ninguno de los participantes alcanzó siquiera la calidad básica. Eso es agua fría, y muy gélida, para los sueños de todo narrador pues de inmediato arma la suposición de que si tres destacados intelectuales —al jurado lo compone usualmente una terna— leyeron su libro y lo descartaron es que carece de las virtudes mínimamente exigidas a, precisamente, un narrador. Vergüenza turbia, farewell a la ilusión, adiós ilusión.

Posterior a dicha noticia me enteré de que el valioso jurado había estado constituido por figuras altamente significativas de la escritura latinoamericana: el académico y periodista Jorge Lafforgue (“Nueva novela latinoamericana”), el antólogo, crítico e historiador del boom Luis Harss (“Los nuestros”) y particularmente, emblemáticamente, uno de mis más admirados entonces, el mundialmente reconocido Juan Rulfo, quien con solo una obra de cuento (“El llano en llamas”) y otra de novela (“Pedro Páramo”) había adquirido relevancia universal, siendo traducido a múltiples idiomas.

Mis 28 años no pudieron resistir la emoción de que un escrito parido por mi mente hubiera estado, siquiera por unos días, ante los ojos del amado maestro, y con joven atrevimiento me decidí a escribirle cual era en esos tiempos, con papel bond y en sobre con estampillas.

Fui sin embargo respetuosamente cauto y discreto. No recuerdo ahora la misiva, pero sí sé que aunque le cité mi obra participante en el certamen jamás le hice consulta alguna de opinión, lo que hubiera sido poco caballeroso, y dedique mis letras, más bien, a ratificarle la ancha admiración que le tenía y de cómo mi modesta composición “El árbol de los pañuelos” había sido intensamente inspirada por su novela “Pedro Páramo”, de la que aprendí, puedo decir, las lecciones sustanciales del oficio.

Esperaba, además, el honor de que me respondiera, aunque fuera con breve tarjeta de cartulina o en telegrama, lo que colmaría mi temprana aspiración literaria con orgullo. Ya me había ocurrido previamente expresarle a Agustín Yáñez, otro gran mexicano de la novela de la revolución, cómo su obra “Al filo del agua” me había descompuesto el horario y devorado días y noches por dedicarlos a su lectura. Conservo en decorosa pared, debidamente enmarcada, su corta pero fina esquela.

Pasaron días y semanas con Rulfo en silencio… Elaboré varias teorías personales sobre el suceso, pero ninguna fue convincente: trabajo excesivo, desprecio olímpico, olvido. Luego relegué el episodio a la bodega memorial, donde quedó largo tiempo.

Solitaria edición
En 1978 el editor y gestor cultural costarricense Rodrigo Ortiz Astúa me informó que su empresa editorial iba a iniciar una serie dedicada a narrativa centroamericana y que aspiraba fuera yo quien, con obra nueva y mejor si atrevida, la inaugurara. Prometí revisar mi libro “Días de ventisca, noches de huracán” para proponerlo. De inmediato aceptó pues conocía que dentro de los relativamente jóvenes escritores de narrativa en Centroamérica mis textos empezaban a cobrar atención.

Para entonces yo era director de Educa y publicaba artículos y ensayos en La Prensa Literaria, de Managua; diarios Excelsior, La Nación y Semanario Universidad, estos de Costa Rica; Listín Diario, de República Dominicana; revistas Alero, de Guatemala; La Torre y Cruz Ansata de Puerto Rico; Conjunto, de Cuba; En Ancas, de Venezuela; INAP, de Panamá; Troquel y Revista de la Escuela de Filología, de Costa Rica, otros.

Sin temor al riesgo Rodrigo imprimió 3,000 ejemplares del texto, que vendió, y para el que compuse una provocadora portada con imágenes del pintor flamenco Pieter Brueghel (1530-1569), quien me atraía y que además aludía en lo ideal a la armazón medio obtusa, semi-caótica de la historia y trama de “Días de ventisca…”, cuya elaboración explicaré en modo breve más adelante. Algunas de esas copias arribaron a librerías de Tegucigalpa y empezó entonces una nueva, curiosa y tropical etapa del libro.

Rechazo de intelectuales hondureños
La primera reacción pública en torno a la novela me la proporcionó el entonces joven poeta José Luis Quesada, quien a pesar de que en Educa le ayudábamos a cobrar su beca de la UCR (pues al parecer carecía de algún documento legal) me retiró súbitamente la palabra. De pronto pasaba ante mí y ni tornaba a ver, era yo su signo incómodo y detestable, para lo que yo carecía de la menor explicación. Luego recibí un artículo aparecido en Tegucigalpa y en que se me recriminaba haber escrito tan mala novela (denuestos al medio) y por irrespetuoso… ¡¡??

Al final conocí la motivación del asunto, el fondo del resquemor cultural. Pues ocurrió que por haber sido desde más o menos 1965 con el poeta olanchitense Roberto Sosa grandes amigos y constantes tertulianos, parranderos de poema, cerveza y sobre todo parto gemelo en la calificación autorizada de un crítico internacional residente en Honduras, el español Andrés Morris, quien llegó a afirmar en 1970 que la literatura moderna hondureña se asentaba sobre dos pilares, que éramos Sosa en la poesía y yo en la narrativa, me atreví a hacerle al vate una broma entre compadres desde la novela “Días de ventisca…”.

Para esa época yo había publicado ya con Extensión Cultural de UNAH, a cargo de la espiritualmente bella Leticia Silva de Oyuela, mi libro de cuentos “La balada del herido pájaro”, que disentía muy profundamente con la narrativa tradicional de Honduras y que había sorprendido a críticos y lectores por su innovación y atrevimiento. Morris había leído para entonces páginas de “El árbol de los pañuelos” y la había aprobado con entusiasmo.

Así es que, en el pequeño escenario intelectual del país, y particularmente de Tegucigalpa, ninguno de ambos éramos desconocidos y, más bien, especie de líderes en algún rumbo de innovación literaria. Sosa acababa de ganar el Adonais y mi “Balada” dejaba confusos a muchos aspirantes a la escritura estética. En 1971 Roberto dio a conocer su poemario “Un mundo para todos dividido”, bello título, por lo que, para bromearlo, inventé en mi novela “Días de ventisca” la escena donde una prostituta titubea entre dos clientes que la acosan a la par y entre quienes tiene “un muslo para todos dividido”.

Ay gran señor, sumo dios… A la pequeña claque que lisonjeaba al bardo, constituido mayormente por aspirantes a intelectuales, le dolió esa broma cual gravisísima ofensa de escala personal. De pronto Escoto era enemigo del maestro yoreño, lo mofaba y la suya se hacía afrenta a la cultura del país. Como mi padre era anticomunista me acusaron de ser conservador, pero a la vez la izquierda nacional consideró que por no militar en ninguna facción suya era reaccionario (a pesar de que yo había estudiado marxismo en la mejor célula de La Lima); la derecha a su vez desconfiaba de mis opiniones y análisis críticos y subversivos sobre la realidad inmediata. Afortunadamente, y por residir fuera del país, desconocí detalles de aquella andanada de improperios (que duró dos décadas) hasta que con el tiempo mi obra ––sin ser la Grosse Fuge (Op. 133) de Beethoven–– se impuso a la canallada.

Tras enterarme de la sensibilidad herida en el corazón del poeta decidí no volver a publicar “Días de ventisca, noches de huracán” en tanto él siguiera vivo, pues mi respeto por su obra me hacía incapaz de originarle la menor molestia. Lamentablemente él hizo caso de la campaña negativa y aunque en el futuro nos saludamos par de veces no volvió a ser el mismo amigo. Lo que tampoco me intrigaba pues por veces le era fácil dejarse caer en el rencor, era experto en sembrar apodos, pero resentía mucho que le calzaran uno; o, le hicieran bromas incisivas personales, adicional a que por su baja formación académica y política desconfiaba mucho de muchos.
Conservo mi admiración por su poesía, pero creo que es ya momento —tras 43 años de exilio editorial— de volver a divulgar mi novela.

Relato de una carta
En diciembre de 2019 el periodista y biógrafo mexicano Mario Casasús (“El exilio latinoamericano en México”), que realizaba investigación en la Fundación “Juan Rulfo” (antes vivienda del escritor) y con quien nos habíamos entrevistado en San Pedro Sula tras el golpe de Estado de 2009, cuando laboró con el Cofadeh y la Comisión de la Verdad, me informó que entre los papeles inéditos de Juan Rulfo había localizado una carta dirigida a mi persona. Me lo comunicaba temprano porque no quería que se repitiese cierta y previa experiencia lastimosa, que fue cuando halló un ejemplar de “Pedro Páramo” que Rulfo dedicó cariñosamente a Eduardo Galeano, pero que no envió. Al parecer el maestro mexicano acostumbraba un poco estos olvidos.

Para mi pena Casasús, muy admirado como entrevistador e investigador, falleció poco después y no volví a conocer nada del asunto hasta que en 2020 el arquitecto y escritor Víctor Jiménez Muñoz, presidente de la Fundación, me hizo saber que había finalizado la recopilación de inéditos de Rulfo, con los que iba a producirse un libro en los próximos meses, pero la pandemia volcó una gran mancha de silencio encima del proyecto y sobre mis ansiosas expectativas. Es casi innecesario detallar que la noticia había encendido las alarmas todas de mi memoria, hasta recordar algo de aquella lejana misiva de 1972, asunto del que esperaba con fresca ilusión (y vanidad) el desenlace.

Este llegó en enero de 2023 cuando una empresa de encomiendas advirtió que debía desaduanar un paquete arribado de México. Era un hermoso volumen titulado “Juan Rulfo. Una mentira que dice la verdad. Conferencias, ensayos, entrevistas y otros textos” (Editorial RM, SA de CV, 2022. ISBN 978-84-17975-76-0) organizado con materiales de diversas épocas, bien fuera que Rulfo redactó y no remitió o que había escrito o corregido para medios modernos, o sea un verdadero hallazgo en torno a los intereses, preocupaciones y dedicación del narrador pero igual conferencista, guionista de cine, investigador en antropología, articulista, polemista, conductor de programas de radio, entrevistador, creador y cerebro excepcional.

La misiva…
En “mi” carta Rulfo se refiere al certamen de 1972 en Educa y extraña que fuera declarado desierto pues él y Lafforgue habían avanzado consensos para el fallo. Harss probablemente no leyó las obras postulantes y nunca presentó opinión. Luego se explaya en torno a mi novela candidata, “Días de ventisca, noches de huracán”, y formula interesantes elogios y observaciones que me insuflan honor.

lo que expresé a nuestro común amigo Sergio Ramírez sobre el resultado del concurso de la Educa fue mi desacuerdo en declarar desierto dicho certamen, pues había buen material entre las novelas participantes.
A decir verdad, no solo encontré una obra bastante decorosa y bien escrita para el premio sino también dos textos que alcanzaban la calidad de finalistas. Y si por mi parte había recomendado Días de ventisca… y Lafforgue (…) la mencionaba también como accésit, sin opinar sobre otra mejor, lo más lógico hubiera sido reunir estos dos votos primarios y no hacer caso de Luis Harss, una araña peluda de las Pampas, quien careciendo del más mínimo criterio leyó lo que no debía y tal vez hojeó lo que debió haber leído.

Aunque el título [de la novela] me parece un tanto tremendista, es acertado en cuanto resume el tema que abarca. Días de Ventisca… es una de esas novelas que nos ‘cuentan una novedad’ (novela viene de novedad, no de nivola, como afirmaba el difunto Unamuno) que nos traen algo nuevo.

Acerca de su novela pude apreciar, además de giros idiomáticos originales, una atmósfera particular (…) me llamó la atención lo bien estructurada y el valor testimonial que usted ejerce contra la corrupción política y social; contra quienes quieren aplastar algo tan intangible como la imaginación. Eso: imaginación para recrear una realidad, descubriéndole los hilos escondidos bajo las apariencias.

Días… es, toda proporción guardada, una sinfonía que encierra a toda la sociedad opulenta de nuestros países y sus adláteres (aquí los llamamos lambiscones). Además, hecha como al desgaire, como a quien no le importa; pero tan le importa que su descripción surge y se planta enfrente a pesar del conto y recontó hecho por el viejo fantasioso [se refiere al personaje Farol]. Estas variantes le dan ese ambiente de irrealidad por el cual se filtra a pesar de toda la cruda realidad de nuestra podrida alta y mediana sociedad. (…) A personas como usted les corresponde volver a desatascar de ese suelo fangoso a nuestra literatura.

Sacarla al aire fresco para que se ponga nuevamente en camino.

Créame, don Julio, su novela vale por lo que es y será en el futuro. Así la traten actualmente como romántica.
Deseo interesar al Banco Cinematográfico de mi país para, de aprobar el argumento, la recomendaran con equis productor, pues yo encuentro en ella muchas posibilidades cinematográficas.

La alternativa es buscarle editor ya sea en México o en Barcelona. Solo esperaba el contacto con usted pues sin su autorización no hay validez de ninguna clase. Si yo fuera editor o tuviera posibilidades económicas iniciaría con su obra una serie sobre la narrativa latinoamericana, pero carezco de los recursos necesarios e indispensables para llevar a cabo ese tipo de labores (Ver copia íntegra en: julioescotodocumentos.blogspot.com)

18 250 días más tarde (1972-2023)
A raíz de la bella noticia de esta carta “rulfiana” para mi persona, y particularmente sobre mi novela, debí releer la copia mecanográfica realizada por la noble amiga y excelente traductora Vilma Martínez en 2018, cuando pensaba reimprimirla. Y sin ser hipócrita diré que, en términos generales, me gustó la obra, a la que por entonces veía con la no escasa distancia de cinco décadas (Editorial Guaymuras estaba por publicar en 2019 otro texto mío cincuentón, “La balada del herido pájaro”, conjunto de cuentos inicialmente impreso en 1989).

Varios rubros de “Días de ventisca…” me llamaron la atención como si no fuera mío, lo que en realidad no era ya que el autor de media centuria atrás no es ni por accidente el mismo de hoy. Lo primero destacable fue el atrevimiento ya que escribirla como la escribí implicaba la perfecta intención de una ruptura con la narrativa hasta entonces concebida en el país.

Había rompimientos de tiempos y estilos, de narradores y espacios que se volvían múltiples y dispersos (fiesta en la embajada, una tertulia en cierto metedero nombrado El Petete, la casa de Homero periodista, el piso de Beatriz Cuevas, el sumidero de La Mosquitia, el yónker o venta de repuestos usados, la base aérea “TC Hernán Acosta Mejía”, otros). El diseño lineal (presentación-nudo-desenlace) desaparecía y se adoptaba otro más bien fraccional y quebrado (mosaico), intencionalmente errático, aunque bajo cierto orden subliminal. Y me llamó la atención, sobre todo, como si leyera a otro escritor, dada la lejanía de no abrir el libro en tantas décadas, la abundancia detallista de descripciones urbanas y rurales, externas e íntimas, desde la selva caribeña al cuenco hermético de una habitación con amantes.

Sé que por los años de 1970 leía yo textos del noveau román de Robbe Grillet y colegas que se caracterizaba por intensificar la descripción casi estática, prácticamente inmóvil del sujeto y la acción, aunque no me atraía su perspectiva por esteticista y burguesa, destacar al objeto sobre la persona, privilegiar lo inmóvil sobre la movilidad. La narrativa, pensaba, debía ser movimiento, no detención, chispa y no ceniza, vuelo más que garza estacionada en la playa. Eran las culturales lejanías entre una sociedad que ya ha cubierto sus básicas expectativas sociales (pan, trabajo, medicina) y las nuestras terriblemente ancladas al tercer mundo.

Sacudí y cayeron las últimas gotitas en el vaso. El Príncipe pidió la otra tanda. Subí el zipper y me ajusté la pistola al cinto, luego me llevé el vaso a la boca y vi a los periodistas riendo, con los labios abiertos, uno echado para atrás, el otro, el mariconcito con los ojos lagrimeros diciendo que sí, que era bueno, los oía, salí del baño y dejaron de reír al verme y se les cortó la risa, ya sin escándalo.

No fui el primero que en la patria literaria empleó la segunda persona protagónica, estilo Carlos Fuentes, para narrar; muy probablemente ya lo había hecho Eduardo Bähr, de quien este libro guarda varias deudas admirativas.

Tú sabes que ese día amaneció sobre Tegucigalpa una mañana clara y fresca pero que avanzada la tarde el calor fue intensificándose hasta ser sumamente molesto y seco. Estuviste en la redacción desde las seis de la mañana…

Obvio que existen errores culturales en la confección de la trama, por ejemplo, la de no saber qué pueblo originario (y su espacio geográfico) es donde cae el supuesto aeroplano de Farol:
cuando miré lo que tenía a mis espaldas: ¡sí!, estos eran los payas, los indios sumos.

Supongo que del entresijo de la historia lo que más gocé fue haber liberado la imaginación, ya sin anclas sociales ni culturales, y menos religiosas, contra las que manan ironías en el texto. Alguien podría interpretar que lo siguiente alude bajo-bajo a la santísima trinidad:
Era un altar enorme: había un estrado de piedra y encima una estatua monstruosa del mono-dios con sus pelos naturales y un pene colosal adornado con collares de plumas, los ojos de obsidiana o vidrio, rojos, brillantes, oblicuos, los pelos de la barba-bigote erectos y una cola vasta, extensa, que iba a terminar rodeando una columna, todo de piedra tallada, quebrada a golpe de otra piedra, y la nariz un bulto de almendra partida en dos y grandes agujeros donde cabía un niño, en medio de la cara pelada y blancuzca.
Pienso que nunca volví a utilizar ciertas técnicas, cual la regresión temporal en que un capítulo narra cierto evento, pero el siguiente vuelve a momentos previos de dicho evento, o bien se da un enlace de continuidad que hila, sutura la trama como si compusiera unitarios tejidos de un tapiz:
y un rato después, oiga mi Sargento, llegamos al camino de tierra (…)
el Príncipe que había estado platicando con usted, mi sargento (…)
Quien me iba a decir que después aquel hombre se me iba a meter para toda la vida en el alma y que, en una noche de borrachera, bueno, lo que le conté, mi sargento (…)
–¿qué hicieron? –pregunta el sargento (…)
Y como alude Rulfo, se da una abundancia de formas coloquiales y lingüísticas inmediatas, hondureñas de ese tiempo, con lo que, otra vez, hay fractura con la narrativa tradicional. Ya lo había intentado en 1969, cuando en mi libro “La balada del herido pájaro” incluí un cuento final (“La casa de las siete suelas”) armado a base de caliche delincuencial que buen esfuerzo me costó conseguirlo pero que despertó molestias en la intelectualidad capitalina, acostumbrada a modos más formales, estéticas más equilibradas o por veces anodinas. En “Días de ventisca” hay atrevimientos de época:

la Tierna y el periodista (…) andaban hechos un caramelo, enredados, botando corriente, callaran todos que les iba a hablar su papa, no se fijaran, no fueran fijados pues, iba a cantarles San Pedro, San Eclesiastés, el ñápiro, el tatascán merito (…)
¿Qué diría su mujer, Helena, al saberlo difunto y cariacontecido sobre una tabla rasa de la morgue? (…)
Güen in mai piuta laif había yo pasado una así (…)
tendían a la gente y le enchurutaban una aguja para sacarle sangre (…)
a lo que ella terminó llamándolo ramero puto comecuandohay (…)

Novela nebulosa, obvio, por envuelta en espesas capas de nostalgia sobre lo que fue toda aquella terrible, nerviosa y emotiva experiencia de una guerra internacional, colmada de sustos, ansiedad, horror, miedo a las bombas, a la quinta columna y los macheteros guanacos que creíamos avanzaban imparables sobre el país mientras nos organizábamos todos, de obrero a empresarios, de ricos a pobre, en comités ciudadanos de defensa y armados con lo que hubiera en casa —un rifle .22, machete, cuchillo, pala o azada— la entera generación de entonces, domésticamente patriota, que se aprestaba a defender lo final que, tras la explotación, la dictadura y lo corrupto de cien años de maldad política quedaba: una imaginación, más bien un deseo, de patria.

–¿Oyes la radio? –preguntó él en voz baja.

–Sí –contesta ella– han estado repitiendo que la Compañía de Hierro Cumple Años Hoy (…)

Julio Escoto (SPS, 2023)

 

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