3 CUENTOS DE KALTON BRUHL

ZV
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23 de febrero de 2020
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12:12 am
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3 CUENTOS DE KALTON BRUHL

SOMBRAS

Tenía seis años, una muñeca de trapo y dos sombras. No había nada más divertido que apagar la luz de su habitación y encender una linterna. Sus dos sombras se proyectaban en las paredes y podían fingir que formaban un corro alrededor de una columna luminosa. Durante su infancia, nadie se percató de que tenía una sombra extra. No era como tener un ojo o una nariz de más. En ese caso, la hubiesen llevado al médico y todos hubieran evitado verla directamente a la cara. Pero contar con otra sombra era otra historia. No se lo habrían tomado demasiado en serio. Con los años comenzaron los problemas. Una de sus sombras se volvió más lenta y ya no alcanzaba a sincronizarse con sus movimientos. Era como un oscuro déjà vu que se materializaba sobre el suelo. Las personas comenzaron a notarlo y ella adquirió el hábito de rehuir de la luz. Una tarde, su sombra extra dejó de moverse. Ella se llevó una mano a la boca. Al principio se sintió asustada, pero tras meditarlo un momento llegó a la conclusión de que era lo mejor que podría haberle su-cedido. Todavía era una mujer relativamente joven. Quizás podría volver a llevar una vida normal. Necesitaba un trago para terminar de aclarar sus ideas. Se dirigió hacia la cocina y sintió que algo ralentizaba su avance. Giró el cuello. Era el peso muerto de su sombra sobre las baldosas. Regresó a su sillón y, desde esa tarde, no ha vuelto a salir de su apartamento. A pesar de los aromatizantes, el hedor es cada vez más insoportable.

EL TRATO

La madre observa, desde hace un buen rato, la segundera del reloj en la pared del hospital. La aguja cae unos centímetros antes o después del número que marca la hora. Nunca en el lugar exacto. Esa falta de precisión la exaspera. Su hija tararea una canción y mueve acompasadamente sus pies que todavía no llegan al suelo. Ya es bastante tarde. La niña debería estar dormida en casa, pero no encontró a nadie que la cuidara. No sabe si su hija comprende lo que está sucediendo. Carlos, su esposo, sufrió un infarto. El segundo. Los médicos hablaron de un trasplante como la única forma de salvarle la vida. Ella los escuchó en silencio. No solo era cuestión de encontrar un donante: su seguro no cubriría la operación. Mientras los médicos hablaban, ella se imaginaba ya vestida de negro. Ahora espera. Los milagros ocurren, piensa. De pronto, las enfermeras y los doctores corren hacia la habitación de su esposo. Alguien empuja un voluminoso desfibrilador. Vio uno igual durante la última estadía de su esposo en el hospital y sabe que su presencia no augura buenas noticias. Se levanta y sigue al personal médico. Está tan asustada que se olvida de su pequeña hija. La niña ha dejado de cantar y de agitar sus pies. Sus labios tiemblan preludiando el llanto. «¿Qué haces aquí sola?», le pregunta una amable anciana. La niña sorbe por la nariz. «Mi papito está enfermo», responde, «y mi mamita se ha ido a cuidarlo». La anciana le acaricia el cabello. «¿Lo quieres mucho?», pregunta ahora la anciana. «Muchísimo», dice la niña antes de hacer un puchero. La anciana la toma de la mano. «Te propongo un trato», le dice a la niña, «si vienes conmigo, puedo hacer que tu padre se cure». La niña duda. Sabe que no debe confiar en extraños; sin embargo, la anciana le inspira confianza. Se parece mucho a la mamá de su papito. Solo la ha visto en fotografías porque ahora vive en el cielo. Ella no quiere que su papito también se vaya al cielo. Lo quiere aquí, junto a ella. La niña se desliza de su asiento hasta caer al suelo. Avanzan por el pasillo. La niña abre los ojos, asombrada. A cada paso, las paredes se transforman en los linderos de un bosque y el suelo de baldosas blancas en un sendero de tierra. Mira a la anciana y lanza un grito de terror. Ya no se parece a su abuelita que vive en el cielo, ahora es igual a las brujas que ilustran los cuentos que a veces le lee su papá. «Tu padre necesita un corazón», grazna la vieja, mientras aguijonea el pecho de la niña con una de sus largas uñas, «y yo tengo un hambre espantosa; pero como te prometí ayudarle voy a dejarlo enterito, sin un solo mordisco».

Los médicos no pueden creerlo. El hombre está sentado en la camilla, completamente recuperado. Es como si tuviera un corazón nuevo. La mujer abraza a su esposo que la mira desconcertado. «Voy por Lucía», dice ella y sale hacia el pasillo vacío.

LAZOS DE FAMILIA

La señora Fernández se enfundó los guantes acolchados y abrió la portezuela del horno. Un delicioso aroma a almendras inundó la cocina. Colocó la bandeja repleta de galletas sobre el desayunador y sonrió, satisfecha. Se quitó los guantes y preparó una jarra de limonada.
El chico estaba terminando de podar el césped. La señora Fernández lo llamó con un aleteo de la mano. El chico apagó la podadora y se limpió el sudor de la frente con el dobladillo de la playera.
—Excelente trabajo —dijo la señora Fernández al tiempo que le alargaba un vaso de limonada.
El chico tomó el vaso y asintió con la cabeza. Se volvió para ver el césped y bebió la limonada de un solo trago. Si se apresuraba, quizás también podría trabajar en el patio de los Martínez.
—¿Quieres pasar a comer unas galletas? —el tono de la voz de la señora Fernández se parecía más al de una súplica que al de una pregunta.
El chico balbuceó una excusa. La señora Fernández ladeó la cabeza y curvó los labios hacia abajo. Sus ojos tristes parecían musitar un «lo entiendo».
El chico suspiró y dio un rápido vistazo a su reloj de pulsera. Disponía de quince minutos.
—Unas galletas me vendrían bien —dijo, devolviéndole el vaso vacío.
Mientras servía las galletas y un nuevo vaso de limonada, la señora Fernández le contó al chico acerca de su hijo. Era un muchacho estupendo y lo que más amaba en todo el mundo. La mujer hizo una pausa para secarse las lágrimas con una servilleta. Se había marchado al terminar la secundaria y nunca más volvió a saber de él. Ahora tendría unos treinta años.
—Daría cualquier cosa por recibir al menos una llamada —la señora Fernández se mordió el labio para no volver a llorar.
El chico vio su reloj. Casi era el momento de marcharse. —Sé que los hijos tienen que irse algún día —la señora Fernández se sentó frente al muchacho—, pero no comprendo cómo pueden romper con tanta facilidad el lazo que los une a sus padres. Una esposa se puede convertir, de la noche a la mañana, en una exesposa. Basta un pequeño disgusto. Pero una madre será siempre una madre. No existe tal cosa como una exmadre.
El chico apuró la tercera galleta y se levantó de la silla. No había prestado demasiada atención a lo que decía la señora Fernández. Tenía la mente ocupada calculando el dinero que llevaba ahorrado durante ese verano.
—Ha sido un placer, señora —dijo al terminar de masticar—, pero debo marcharme.
El semblante de la señora Fernández se endureció.
—¡No, Jorge! —exclamó, señalándolo con un dedo—. Esta vez no te irás.
El chico la miró con extrañeza, sin entender lo que estaba sucediendo.
—Mi nombre no es Jorge —balbuceó.
—Ahora también reniegas del nombre que escogió tu madre —dijo la señora Fernández, cubriéndose la cara con ambas manos—. No sé qué hice para merecer tanta ingratitud.
El chico comenzó a preocuparse. Lo mejor sería salir corriendo. Estaba girando en dirección a la puerta cuando sintió un agudo dolor en el estómago. Se aferró al respaldo de la silla. Estaba empapado por un sudor viscoso. Cada vez era más difícil respirar. Cayó de rodillas. Una desagradable espuma salía por su boca entreabierta. Sus ojos se pusieron blancos y extendió una mano que solo pudo atrapar un puñado de aire. Tardó unos cinco minutos en dejar de moverse.
—Te advertí que esta vez no te irías, Jorge —dijo la señora Fernández con una sonrisa triunfal.
Levantó la bandeja de la mesa y mientras la llevaba al fregadero pensó que no había nada más efectivo que el amor de una madre para retener a un hijo descarriado. Eso y un poco de cianuro en las galletas.

**Kalton Harold Bruhl (Honduras, 1976) ha publicado los libros de relatos El último vagón (2013), Un nombre para el olvido (2014), La dama en el café y otros misterios (2014), Donde le dije adiós (2014), Sin vuelta atrás (2015), La intimidad de los Recuerdos (2017), El visitante y otros cuentos de terror (2018), La llamada (2019); Novela: La mente dividida (2014). Es premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa” y miembro de número de la Academia Hondureña de la Lengua, correspondiente de la Real Academia de la Lengua.

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