Oferta y demanda del mercado político

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12 de septiembre de 2020
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12:18 am
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Oferta y demanda del mercado político

Esperanza para los hondureños

Por: Héctor A. Martínez
(Sociólogo)

Expresiones de un político tradicional que no son ciertas: “El pueblo me eligió y por ello acepto la voluntad popular”, o ¿Qué tal esta?: “Trabajaré desinteresadamente por el bien de las masas”.

Pues bien: ninguna de las dos consignas posee respaldo en la realidad, porque, como bien criticaba Hayek, esta costumbre de hablar en nombre de el “pueblo”, las “masas” o la “clase social”, son meras ficciones ideológicas, producto de la elaboración de mentes con tendencia colectivista, que suponen que en los grupos sociales complejos existe un pensamiento uniforme y una tendencia homogénea de “voluntad popular”. Los marxistas representan el vivo ejemplo del pensamiento colectivista, pero también debemos incluir a toda la pléyade de gobernantes populistas de América Latina, que, tras agotar el discurso doctrinario de sus partidos, lo han reemplazado por un lenguaje reivindicativo y mesiánico que predica en nombre de las víctimas de ese “establishment” del que ellos mismos forman parte indisoluble, pero que juran desbaratar algún día.

La manipulación política e ideológica de estas frases tradicionales y gastadas, por cierto, no han hecho otra cosa que legitimar la firme creencia en esos conceptos superfluos que en el pasado han servido para imponer doctrinas y formas de gobierno tan nefastas como el comunismo y el mismo nacionalsocialismo, pero que continúan tan vivas como ayer. Pues bien: desde esas formas colectivistas, el Estado se legitima y se erige como el único cuerpo protector, al detentar el monopolio de servicios como la educación y la salud, así como el exclusivo derecho de decidir qué es lo mejor para la sociedad. Es el mismísimo pensamiento que predomina desde los días de Bismark en Alemania, pasando por el Plan Marshall o el Obamacare, como ejemplo moderno.

Desde ahí podemos deducir que resulta más fácil hablar en nombre de un conjunto inanimado e irracional -como el pueblo-, que valorar las opiniones y preferencias individuales y diversas, lo cual guarda un peligroso componente que va moldeando y dando forma al Estado benefactor que tenemos hoy en día. Las mismas consignas colectivistas forman parte de los programas públicos redistributivos en donde se valora la “ayuda” social en forma de “inversión” que, como casi todos sabemos, en realidad se trata de una transferencia -en metálico- del presupuesto nacional con fines políticos, destinado hacia grupos privilegiados que forman parte de los “clientes” del partido en el poder. Esa “ayuda” es un cheque que llega de manera descendente hasta el cuarto o quinto nivel de beneficiarios. Más abajo del último nivel, resulta imposible regatear o ya no existe capacidad de negociación con los agentes de la ayuda o del privilegio.

La lista es bastante larga porque los receptores del “bienestar” social también regatean los montos a recibir, sobre todo porque los intermediarios presionan año con año debido al aumento desmedido de la “demanda” de los servicios y beneficios estatales. Los receptores pueden ser individuos que representan a una institución determinada y funcionan como brókeres del sistema, entre los que se cuentan alcaldes y diputados.

Todo ello va forjando una gran burocracia de la ayuda estatal o una “sobreextensión de las transferencias”, como decía el Nobel de Economía, James Buchanan, es decir, se erige un enorme aparato de la administración y gestión de dádivas, subsidios, bonos, préstamos, exenciones que, en un momento fueron necesarios por su importancia coyuntural, pero llegó un tiempo en que ya no era necesario mantener el coste de su implementación. Este juego -cruel- del mercado público, entre oferta y demanda de grupos que aumentan cada día, ha creado una cohorte de pedigüeños que han encontrado que el trabajo arduo desgasta el espíritu y socava la vida. ¿No es mejor una vida regalada?

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